Domingo, 4 de agosto de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
El déficit de discusión política de alcance estratégico es un dato relevante de la campaña electoral que estamos viviendo. No se sabe cuál es el proyecto de país que alientan las variadas oposiciones que compiten en el grado de radicalidad con la que combaten al Gobierno y en la exaltación de las trayectorias individuales de sus principales dirigentes. El discurso político del Gobierno, sistemáticamente simbolizado en acciones prácticas de política pública, se ubica sin dificultades en el centro de la escena.
¿No hay otra imagen de una Argentina posible en el futuro? La hay. No es en la campaña electoral formal donde se la encuentra, sino en los pronunciamientos corporativos de los grupos económicos poderosos. El mensaje del presidente de la Sociedad Rural fue, en este sentido, la pieza más valiosa en los últimos días. Etchevehere recayó, claro está, en todos los lugares comunes de la descalificación plenaria de las líneas de acción del Gobierno. Su eje fue la denuncia de la mentira, el balance del fracaso absoluto, la condena del autoritarismo y el invariable tópico de la corrupción. Así fue siempre la mirada de la Sociedad Rural, cada vez que sintió que desde el Estado no se defendían de modo disciplinado y riguroso sus propios intereses clasistas. Fue así desde 1930, cuando conspiraron contra Yrigoyen, en 1955 a la hora de provocar el derrocamiento de Perón. Así también fue en 1975, cuando desde la “Apegé” (Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias), coalición de los grandes poderes empresarios rurales e industriales –y con la colaboración incondicional de la cúpula eclesiástica– trabajaron para debilitar y vaciar desde adentro al gobierno democrático de entonces. Así fue como terminaron abriendo paso a la noche del terrorismo de Estado, del cual no fueron observadores pasivos ni meros colaboradores, sino centro de dirección estratégica. En febrero de 1976, la Apegé dio la señal definitiva del alzamiento golpista con un paro empresarial que sostenía un programa económico alternativo –parecido al que se enunció desde la tribuna rural– que resultó ser el que unos días después pondría en marcha la dictadura, con el “productor rural” Martínez de Hoz como ministro de Economía.
También en 1976, el centro de la retórica pública de la derecha golpista era la corrupción estatal y el desgobierno. También el populismo y la “politiquería” eran los blancos del ataque de los “productores del campo”. En aquel entonces, igual que ahora, había una discusión histórico-política subyacente que no aparecía en el debate político formalizado pero estaba en el núcleo ideológico de la contienda. Etchevehere, fiel a la historia político-institucional de la Sociedad Rural, lo explicitó en su reciente discurso: su sueño –el del poder agrario-financiero concentrado– es una Argentina sin retenciones, sin intervención estatal, llevada por la naturaleza generosa de la Pampa Húmeda a un destino de grandeza y opulencia. Es la visión del país que merodeó los ya célebres debates alrededor de las retenciones móviles en el invierno de 2008. En aquella ocasión, fue el senador cordobés Urquía, elegido curiosamente en las listas del oficialismo, quien fundamentó la necesidad de hacer crecer la torta antes de repartirla; un gran país productor agrario podría asegurar el futuro argentino. La actual demanda de “dejar en libertad a los productores” representa una elegante forma de abogar por un país sin otro desarrollo industrial que el que gire alrededor de la producción de alimentos; un país que inevitablemente agudizaría sus desigualdades sociales, cuya atención quedaría librada a las políticas sociales focalizadas, que en sobrias dosis aseguraría la concentración de riquezas en el polo sojero-financiero.
Desde la crisis de 1930 hasta hoy, y particularmente desde la emergencia del primer peronismo en 1945, ese ha sido el conflicto central en la sociedad y en la política argentina. Un conflicto cuyos términos concretos variaron dramáticamente con la etapa abierta en el mundo capitalista con la crisis económica de la década del setenta del siglo pasado. Desde entonces, el proceso mundial de concentración de las riquezas y el lugar central en la economía capitalista adquirido por los grupos financieros más poderosos, ha provocado un salto gigantesco en la interconexión de la economía, tanto como de la vida social y cultural del planeta. Nuestro país vivió entre 1989 y 2001 la etapa de la plena adaptación de su vida económica a ese nuevo paradigma capitalista mundial. El final de la experiencia tuvo inéditos ribetes trágicos y generó condiciones de transformación que los liderazgos emergidos a partir de 2003 pusieron en acto. La renta extraordinaria producida por el complejo sojero, estimulada por la demanda china y favorecida por nuevos recursos tecnológicos, ha fortalecido económica y políticamente no sólo a los grandes propietarios de tierra –que siguen siendo, a pesar de todos los cambios, un actor agrario principal– sino a un complejo económico que entrelaza a la oligarquía clásica con los nuevos poderes locales desarrollados alrededor de la especulación financiera en amplia escala. Desde la mencionada crisis de 2008, este sector pugna por la construcción de una fuerza política propia; un viejo anhelo, hay que decirlo, de las viejas oligarquías que nunca, desde el ocaso del conservadurismo después de su derrota frente al radicalismo yrigoyenista, pudieron disponer de un partido democráticamente competitivo. Son muchos los que consideran esa vacancia representativa, el factor clave de la sistemática intervención militar en la política argentina entre 1930 y 1983.
Con el triunfo contra la Resolución 125 del Gobierno, cundió el entusiasmo en este sector. Desde allí –materialmente desde el predio que Menem le facilitara irregularmente a la Sociedad Rural– se formuló una y otra vez el proyecto de una oposición unida alrededor de las consignas de aquel épico combate contra la política de redistribución de la renta impulsada por el Gobierno. Y no se trata de que no haya vasos comunicantes entre la cúpula corporativa y los partidos de oposición: la foto de Macri, De Narváez, De la Sota, Venegas, entre otros, en la celebración del discurso programático del presidente de la Sociedad Rural parece ser más que un gesto protocolar. Hubo quienes no salieron en esa foto pero expresaron su solidaridad con los planteos ruralistas; fue el caso de Gil Lavedra y es permanentemente el caso de Carrió, quien desde aquel 2008 profesa un amor incondicional por “el campo” que es el eufemismo con el que se da a conocer el programa neoconservador de las clases dominantes. ¿Por qué, entonces, no aparece el liderazgo y la estructura que asuma ese programa, lo defienda electoralmente de manera expresa y lo convierta en la hoja de ruta de un futuro gobierno?
A pesar de los cultores de la antipolítica, la disolución de las identidades políticas de la Argentina y los que creen en el reino incompartido de la política personalizada y masmediatizada, hay un peso de la memoria histórica entre nosotros. ¿Cómo explicar si no el celo con que distintos referentes políticos y sindicales, muchos de ellos amables contertulios de la Sociedad Rural, acuden a la herencia simbólica del peronismo? ¿Cómo entender de otra manera la disputa un poco bizarra que se da por la pertenencia o no a la “izquierda” o la “centroizquierda” entre políticos que enfáticamente renuncian a cualquier cuestionamiento a los sectores socialmente privilegiados? Esta campaña electoral puso en acto, aunque sea parcialmente, el hecho de que un discurso político cerradamente opuesto a la intervención del Estado, a las políticas salariales y de reparación social y a la inserción regional del país no tiene condiciones para el triunfo electoral. Así se comprobó de modo contundente en 2011 y así lo insinúa la performance que las encuestas pronostican para el mensaje del hartazgo elitista que pronuncia De Narváez. Eso explica el intento de Massa por caminar en el estrecho y acaso intransitable desfiladero entre el kirchnerismo y su oposición frontal; un intento que no ha desaparecido totalmente pero se ha opacado desde el momento en que los encuestadores lo alertaron del peligro de fuga de votos opositores combinado con el crecimiento del conocimiento público de Insaurralde.
No es ajeno a este límite estructural para el discurso neoconservador el hecho de la casi absoluta concentración de los candidatos de la oposición en cuestiones de orden moral y en apelaciones tecnocráticas a la “eficacia” en el gobierno y la también casi absoluta falta de referencias al proyecto de país que se defiende. Es más fácil dejarse fotografiar en el predio rural que publicitar el objetivo de un país gobernado por las leyes de mercado, en el que, por definición, no hay espacio para la soberanía nacional ni para políticas reindustrializadoras ni para la acción estatal contra lo que sería inevitablemente una agudización de la desigualdad social.
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