Sábado, 29 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › EL TESTIMONIO DE MARTA BETTINI EN EL JUICIO ORAL POR LOS CRIMENES COMETIDOS EN EL CENTRO CLANDESTINO LA CACHA
La mujer habló sobre el secuestro y la desaparición de su padre y de su esposo y el asesinato de un hermano y su abuela materna. Las gestiones ante los militares y la Iglesia. El rechazo de Primatesta. La burla de Antonio Plaza.
Por Ailín Bullentini
“Fuiste clarísima, como buena maestra”, felicitó la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, a Marta Bettini. Las dos se encontraron en la puerta de la sede del Tribunal Oral Federal número 1 de La Plata una vez culminado el testimonio de Bettini: otra vez detalló el derrotero de la desaparición de parte de su familia durante la última dictadura cívico-militar. “No sé por qué hace 37 años mi familia fue perseguida con tanta saña, su señoría”, respondió la mujer hacia el final del testimonio que ofreció en el marco del juicio oral que debate las responsabilidades de 21 represores por las violaciones a los derechos humanos en el centro clandestino de detención conocido como La Cacha y al que coroló con la frente en alto, la voz anudada en el fondo de la garganta y la exigencia de “justicia”: “Me siento muy orgullosa de pertenecer a una familia que ha demostrado tener un alma inquebrantable”. No es la primera vez que Bettini cuenta cómo, en menos de un año, su familia se convirtió en un caso emblemático entre las víctimas del terrorismo de Estado. Su padre y su esposo, desaparecidos; un hermano y la abuela materna, asesinados; saqueos a sus propiedades. La parte que quedó viva logró el exilio y desde allí buscó a los suyos. Ella y su madre, con el peso del reconocido linaje familiar, golpearon todas las puertas que pudieron. Fueron muchas, entre el universo político y el eclesiástico. Soportaron negativas constantes y hasta la burla de “personajes nefastos” de la Iglesia local e internacional. Su historia fue escuchada ayer como pieza del rompecabezas que se intenta armar frente a la Justicia sobre el funcionamiento de La Cacha.
Estudiante de Agronomía. 21 años. Militante de la Juventud Universitaria Peronista. La mañana del 9 de noviembre de 1976 se fue de la casa familiar “y no volvió más”, informó Marta sentada frente al tribunal, de espaldas a la mitad del total de los genocidas juzgados. La otra mitad no asistió a la audiencia. A Marcelo lo encontraron su padre, el fiscal federal retirado Antonio Bettini, y el marido de Marta, el marino retirado Jorge Devoto, luego de “muchísimas gestiones para tratar de localizarlo”. Ya estaba muerto. Las fuerzas policiales inventaron un enfrentamiento. Devoto reconoció al joven “entre muchos otros restos depositados en una fosa común” en el cementerio platense. “Me contó que estaba terriblemente golpeado”, recordó Marta.
Cuando el golpe, Bettini padre ya no era fiscal y aunque seguía siendo influyente y mantenía los contactos aceitados disfrutaba de su cátedra de Derecho V en varias universidades: La Plata, Católica, Buenos Aires, El Salvador. Devoto lo acompañó a varias comisarías de la capital provincial en busca de noticias de Alfredo Temperoni, el chofer de “Meme”, la abuela materna de Marta, quien había sido secuestrado de la cochera familiar el día anterior. Era 18 de marzo. “Mi marido se dio cuenta de que dos coches lo seguían. Uno de ellos los interceptó.” Al ex fiscal lo encapucharon y se lo llevaron. A Devoto lo amenazaron, pero lo dejaron libre. Una vez en libertad, Temperoni aseguraría haber compartido el centro clandestino con Bettini padre. Interrogado en La Cacha, sus captores le dirían al chofer: “Hable tranquilo que aquí está el doctor Bettini escuchándolo”, apuntó Marta, quien mencionó que por datos recabados a lo largo de más de 30 años de búsqueda, la familia supo que Bettini padre estuvo luego en la ESMA.
“Jorge no sé qué pasa, ¿por qué no nos vamos del país?”, contó Marta que le sugirió a su esposo tras la desaparición de su padre. Devoto, que se había retirado de la Marina de Guerra en el ’75 “porque ya veía el armado del golpe”, confió en su fuerza, sostuvo la mujer. Acudió a Marcos Lobato, su primo, también marino, para que lo ayudara a averiguar qué había pasado con su suegro. Lobato le “concertó” una reunión con el servicio de inteligencia de la fuerza en el Edificio Libertad. Allí acudió el 21 de marzo, luego de cumplir con el pedido de su mujer de firmarle permisos para “vender las propiedades, los autos y sacar a las nenas del país”. Nunca más regresó. Varios años después, a través de la confesión del marino Adolfo Scilingo, Marta tendría más datos: “Scilingo dijo que a Jorge lo habían tirado de uno de los aviones de la muerte sin la anestesia que llamaban pentonaval, por traidor”.
Marta se llevó a sus hijas, de uno y cuatro años entonces, a Uruguay, donde tenían familia y bienes por parte de los abuelos maternos. “Alquilé un chalet bonito, con parrilla y flores, para cuando volviera papá”, sollozó durante su testimonio. No duró mucho allí. Por miedo, pasó a Brasil, en donde la Conferencia Episcopal le aconsejó abandonar el continente. Recalaron en España, donde se reencontró con el resto de su familia cercana. Allí se enterarían de dos cosas: que las Fuerzas Armadas habían estado buscándolos en Uruguay y que habían secuestrado a la abuela María Mercedes Hourquebie de Francese, en La Plata. “A la mucama, quienes se la llevaron le dijeron que se quedara tranquila, que si la señora contestaba unas preguntas volvía para almorzar”, apuntó Marta. Testimonios indican que la abuela, de entonces 77 años, habría soportado torturas en La Cacha. Era noviembre de 1977. Diez años después, el Equipo de Antropología Forense la encontró en una fosa común en Avellaneda.
A pedido de las querellas, Marta detalló varias gestiones realizadas por ella y su familia en Argentina y el mundo para dar con los suyos. “Interesamos al gobierno de España, a los reyes, al de Francia y al de Italia. También al Vaticano, en donde necesitaban información aportada por el Episcopado argentino, que no decía nada”, remarcó. Y eso que intentaron. Hablaron con capellanes del Ejército y la Marina; vía el arzobispo de Bahía Blanca, Jorge Mayer, el genocida Guillermo Suárez Mason les dijo a las hermanas de Bettini padre que les diría algo “sólo si no viola secretos de guerra”. El obispo Antonio Plaza, de La Plata, se burló: “Díganme en qué lugar de Europa quieren que les llevemos a sus desaparecidos”, recordó Marta. Nunca más supieron nada. El cardenal Raúl Primatesta se negó a recibir a Marta y a su madre en Italia: “Adujo que lo comprometíamos”, sumó la mujer. Su madre fue a buscar al diplomático vaticano Pío Laghi a Puebla, junto a otros familiares de víctimas del genocidio argentino, a preguntarle por los suyos: “Le dijo que estaban todos muertos o tan torturados que no serían devueltos”.
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