Hace pocas semanas, formábamos parte de la misma delegación que nos representó en el Salon du Livre de París. Fui a escucharlo, como otras veces, atenta y gratamente, a la embajada argentina, donde participaba en una mesa en la que se discutía sobre Jorge Abelardo Ramos y su obra, y en la cual desplegó sus conocimientos con generosidad. A los dos o tres días, nos reencontramos a la salida del concierto que brindó la excelente selección argentina de tango, en Pigalle, como cierre de las actividades culturales oficiales.

Cenamos juntos, al lado, en el restó más barato que encontramos. Con él y su encantadora mujer, Chantal Mouffe, con quien elegimos vinos de común acuerdo, con Jorge Coscia, Jorge Alemán, Rodolfo Hamawi, Vicente Battista, algunos músicos de la orquesta, unos cuantos amigos más, en una larga mesa sobre la que nos pusieron alimenticias sopas de cebolla, para esa noche ahora emblemática y con bastante frío.

Pude conversar con él como lo habríamos hecho muchos años antes, acantonados en distintos andariveles de la izquierda, siempre (o casi siempre) cada uno de otro costado de la mesa. Sabía que yo no pensaba del todo como él y, en particular, de dónde venía y cuál había sido mi camino. Me sorprendió que lo recordara con ese detalle, me sorprendió su memoria para hechos y personas de no importante significación. Pero más me sorprendió el trato que, a pesar de las diferencias de caminos y de entendimientos, tenía para con los que razonaban diferente.

Tenía lo que más admiro de un intelectual: audacia de la inteligencia, coraje para esquivar el lugar común y la repetición, pasión para discernir por cuenta propia. Deja muchas cosas, hondas, para pensar y repensar. Y una gran marca, que será huella, en la historia del pensamiento argentino y latinoamericano.

* Escritor, docente universitario.