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Por J. M. Pasquini Durán
El martes último, el presidente Néstor Kirchner se presentó ante los socios de la Bolsa de Comercio y de la Unión Industrial Argentina, dos ámbitos que en su momento ovacionaban a Carlos Menem, para despejar dudas sobre su visión del desarrollo económico. Después de acusar a los personeros del Consenso de Washington y del pensamiento neoliberal como responsables por la decadencia argentina y la masiva exclusión social, precisó sus ideales sobre el capitalismo con criterios que reconocen lejanos antecedentes en los idearios de los ministros José Gelbard, durante el último Perón, y del radical Bernardo Grinspun. Un capitalismo nacional, no monopólico ni especulativo, que invierta a riesgo propio para la producción, fomente el mercado interno y promueva el empleo legítimo. Esta fórmula, desde ya, contradice el “modelo” que auspicia el Fondo Monetario Internacional (FMI), cuyos delegados siguen en Buenos Aires renegociando un acuerdo que busca amarrar los fondos que reclaman los acreedores de la deuda externa y darle continuidad a ciertos presupuestos que fueron privilegiados en las últimas décadas, sobre todo en los años ‘90.
Dado que el Gobierno no quiere romper con el FMI, entre otros motivos porque los mandantes de esa entidad son hegemónicos en la mundialización del comercio y las finanzas, con todas las contradicciones a cuestas trata de llegar a un punto de consenso, aunque sea a corto plazo. Como sucede en una negociación verdadera, ninguna de las partes satisface la totalidad de sus propósitos pero tampoco acepta irse con las manos vacías. En esa lógica, el Ejecutivo alentó la rápida aprobación legislativa de algunas demandas del Fondo, entre ellas una compensación a los bancos, aunque la concesión resulta injustificable si se compara la actitud de esas empresas con sus clientes, los ahorristas, y a que el capital debería hacerse cargo de los riesgos del negocio, más cuando trabajaba con altas tasas de interés y amplios resguardos para una eventual pérdida. El próximo martes, el Fondo tendrá la oportunidad de hacer un gesto equivalente si deja de lado la pretensión absoluta de exigir el pago completo del vencimiento de ese día, así el país deba apelar a sus reservas monetarias.
Antes de conocer el movimiento del FMI, mañana, domingo, habrá elecciones en Santa Fe para renovar gobernador y legisladores nacionales y provinciales. Con la vigencia de la Ley de Lemas, que permite el fraccionamiento de un mismo partido en múltiples porciones que luego, en el escrutinio, se suman a favor del candidato más votado del mismo partido, en dos oportunidades el peronismo se quedó con el premio mayor aunque el beneficiario no había ocupado el primer lugar en las urnas. En esta ocasión, esa disputa está matizada por la presencia del socialista Hermes Binner, intendente reelecto de Rosario, que tiene que cumplir la hazaña de ganar a la Ley de Lemas y a una manipulación de las urnas, en la que intervienen las comisarías, que despierta toda clase de recelos. Si lo consigue, Binner marcará para su corriente un hito equivalente al triunfo de Alfredo Palacios, primer diputado socialista en la Capital.
Si bien Kirchner manifestó simpatía por el peronista Obeid, nadie ignora que Binner podría actuar con comodidad en la transversalidad habilitada por el Presidente para sumar fuerzas en una misma dirección sin necesidad de formalizar alianzas o frentes orgánicos. En las apariencias, esa conexión transversal parece instalada en la política nacional, debido a la intensidad pasional de la relación de Kirchner con dos tercios de la población. Son muy pocos los candidatos que se arriesgan a competir en abierta confrontación con la Casa Rosada y casi todos proclaman la disposición a trabajar en franca armonía con el Presidente para no espantar votos. En la Ciudad de Buenos Aires, uno de los argumentos reiterados de Mauricio Macri consiste en disputar con Aníbal Ibarra a ver quién sería más eficaz en esa colaboración, por lo cual Kirchner tuvo quesalir a establecer diferencias con el contorno del presidente bostero, integrado por notorios punteros del menemismo que hasta hace un rato nomás defendían como guardaespaldas los proyectos del FMI para la Argentina.
La presencia del menemismo residual alcanza una dimensión más amplia que la presencia en la lista de Macri. En Senadores, así lo denunció ayer el Presidente, se hizo evidente que el Pacto de Olivos, firmado por Menem y Alfonsín, sigue activo, como se mostró durante la sesión que debía analizar el juicio político al supremo Moliné O’Connor, en la que no faltó ni siquiera la intrusión de dos desconocidos en el recinto y si no hubieran sido denunciados a tiempo, tal vez hoy serían motivo para pedir la nulidad de lo actuado en esa oportunidad. No es sólo Kirchner el que alerta sobre la continuidad del pacto, al que suma a algunos partidos provinciales, porque antes la cabeza del ARI, Elisa Carrió, que participa en la transversalidad desde la oposición, había advertido que en las próximas semanas los ciudadanos y los líderes democráticos tendrían que estar cerca de la autoridad presidencial, dado que ella percibía signos de conjuras en marcha destinadas a golpear el más alto peldaño de la escalera institucional.
Las visiones conspirativas en la política no son buenas ni útiles, pero tampoco comer vidrio es recomendable para la salud democrática. Sería ingenuo suponer que el Presidente puede acometer contra la impunidad de los terroristas de Estado o contra la corrupción de los guardias penitenciarios o de miembros de la Corte Suprema, que pretenda fijarle límites a las exigencias del FMI, o que no se refugie en el viejo aparato partidario, sin que ninguno de esos núcleos y sus favorecedores lo dejen hacer sin reaccionar para nada. Sólo los calmaría si el FMI lograse quebrar la voluntad presidencial y anular su visión del capitalismo. Así fue durante los años pasados en democracia, desde la refundación en 1983. Los “golpes de mercado” contra Alfonsín, la hiperinflación que recibió a Menem hasta que decidió unirse a las tropas del neoliberalismo, las defecciones de la Alianza, son pasajes de la historia que desnudaron las diversas caras de las luchas por el poder.
El capitalismo salvaje y sus expresiones políticas, sociales, mediáticas y culturales están lejos de resignarse ante el avance de los tiempos o de aceptar el fracaso de sus propuestas, ya que por lo general redujeron los intereses nacionales al tamaño de sus bolsillos privados, que colmaron con fabulosas ganancias obtenidas de buena y mala maneras. La proporción de simpatías populares por el Presidente que registran las encuestas, no significa que la influencia conservadora del pasado inmediato se haya disipado en la ciudadanía. Las votaciones que consiguen personajes como Bussi en Tucumán, Patti y Rico en Buenos Aires y Macri en la ciudad, sólo por citar algunos, son la mejor evidencia de que aún buena parte de la ciudadanía mira esas luchas por el poder como parte del mero juego de la política, de la que sigue sintiéndose ajena. Sólo una porción de los que votan por la derecha tiene conciencia del vínculo entre las circunstancias de sus vidas y las opciones electorales. La pobreza y la exclusión, en ese sentido, son factores corrosivos de la calidad cívica, por lo que su expansión masiva tiene que ser considerada como el resultado de una economía injusta y también la consecuencia de una premeditada política de dominación. Invertir esa tendencia, por lo tanto, no es una cuestión económica exclusiva sino la recuperación del elemento fundamental de la democracia, que es la capacidad de elegir el rumbo a conciencia plena. Esa es la potencia revolucionaria del reformismo progresista, cuando hay voluntad, coraje y ética para avanzar sin doblegarse ni bajar los brazos.