Martes, 26 de agosto de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
La maquinaria reproductora del capitalismo no existe sin un nuevo estilo de actuación performativa. La expresión “performativo” proviene, entre otras interpretaciones posibles, de la lingüística de las décadas pasadas, concepto posiblemente resumible en la fórmula del gran lingüista inglés John Austin, “hacer cosas con palabras”. Así decía Austin, quizá no calculando enteramente los alcances de estos dichos. Se trata ahora de producir valor a través de enunciados categorizados o fijados por el lenguaje jurídico: la plusvalía jurídica. Palabras encerradas en axiomas duros, golpes de martillo de ciertos jueces y simbolismos compulsivos que juegan y complementan el tiempo de las finanzas más abstractas. Estas son tiempo condensado, el “futuro” como una medida del tiempo; el tiempo como una forma esencial de la acumulación, el tiempo como lenguaje que obliga a aplazamientos que generan más tiempo, cumpliéndose así el dictamen de uno de los fundadores de la religiosidad amonedada del capitalismo, “the time is money”, pero ya en una escala semiológica, no del ingenuo realismo naturalista que le era contemporáneo a la tan estudiada ética protestante.
Mientras en el flujo general de las mercancías comunicacionales el tiempo es cada vez más irracional, pues ya no se habla y luego hay medidas de tiempo, sino que hay solo celdas retóricas mensurables en unidades temporales y a partir de ellas se habla, tampoco en las arquitecturas judiciales del alto capitalismo hay actos económicos y luego posibles judicializaciones. Sino que la arquitectura judicial es un acto de conducción inmanente a las nuevas medidas de tiempo del capital. Plusvalía jurídica proponemos llamarla. Así, el neocapitalismo es entendido especialmente como una enajenamiento de lo real, como un “speech act” que produce efectos fácticos en una realidad desbaratada y desacreditada, donde pululan naciones endeudadas, pero puestas fuera del “tiempo real nacional”, del “tiempo real social”, para pasarlas a ser motivo del control de las cláusulas del tiempo y de las cautelares entendidas como habilitaciones o interrupciones de la lógica financiera, no desde fuera, sino desde el interior de esa misma lógica, partes inherentes e irreversibles de ella. Hay un capitalismo globalizado que prolifera anómalamente con la mediación del plusvalor jurídico.
Las viejas filosofías nos hablaron de que nada seríamos sin el tiempo, solo medible como interioridad, duración, como fluir en un tipo de realidad cualitativa sin otra medición que la intuición de la memoria y sus silenciosos mitos (como en Bergson). Pero el capitalismo real aportó la realidad objetiva del tiempo medido en sus pulsos financieros, en las complejas maniobras con el crédito, el interés y la deuda, hasta llegar a un tiempo en el límite de la objetividad –las aseguradores de las deudas controladas por los mismos acreedores, el “riesgo país” como una forma irracional de mensura, dominación simbólica al fin–, pero ahora entrelazados con intervenciones judiciales cuyas cláusulas sólo conservan un revestimiento jurídico, pues en su vibración subjetiva interna son cláusulas de impedimento o de acceso sólo motivadas por su capacidad de fusionar la antigua plusvalía económica con la plusvalía judicial. Las ciencias económicas de los nuevos sujetos históricos hechizados –“bonistas” que pueden ser plomeros o taxistas, partes moleculares del concepto “Paul Singer” como arquetipo material–, pero participan de un nuevo “proletariado” no fabril sino un “proletariado-RUFO”, un proletariado revolucionario-al-revés, que voltea normas y antiguos términos de las tasas de interés del paleocapitalismo, colaborando para que la economía política se torne economía jurídica y las ciencias jurídicas sean parte de una economía libidinal medida en la producción de una nueva plusvalía, cuyo excedente son conceptos implícitos como la elevación del bonista a la altura de un sujeto de la historia.
Cierto, en las condiciones adecuadas de sensatez colectiva, hay que pagarles, como de hecho se trata de hacer, pero en términos que son rechazados pues se los considera hechos arcaicos, anteriores al nuevo reinado de la plusvalía jurídica. ¿Qué significa entonces esta frase de Morales Solá en La Nación? “Ahora bien, ¿dónde cobrarían entonces los bonistas que no aceptaran el cambio? Si no fuera Buenos Aires, ¿dónde? ¿Será realmente voluntaria la decisión si los acreedores no tendrán opción?”. Este diario y muchos otras entidades y agrupaciones políticas del país piensan en los términos del “nuevo proletariado RUFO”, el proletario transmutado en agente de una nueva plusvalía conceptual e inmaterial que se asemeja al poder de las “habladurías” que se estudian en Ser y Tiempo, de Heidegger, y que para Paolo Virno son el modo en que se constituye el sujeto político en la esfera productiva contemporánea.
En el plano que nosotros estamos suponiendo que puede tratarse esta nueva cuestión, interviene la equiparación de los carriles conceptuales de las finanzas, las ciencias jurídicas de la neoplusvalía, de los flujos ultra comunicacionales, de las bombas epistemológicas que se agrupan en los nuevos fondos concentrados poseedores de deudas nacionales, entendidos como una tribunal inquisitorial, como si estuviéramos en la época del Directorium Inquisitorum del siglo XIV o el célebre Malleus Maleficarum medieval (El martillo de las brujas) que describe las formas de brujería y las formas de atacar al demonio. La plus valía jurídica que aquí mentamos es una forma modernísima del capitalismo más impenetrable, que revive arcaísmos de punición que, si nos tomamos un poco más del valor translaticio de los términos, es una plusvalía pulsional contra aquello que se consideraba demoníaco (un poco de ese sentimiento flota en las publicidades que esos tenedores de bonos realizan para describir satánicamente a la Argentina, lo que repercute de inmediato en diarios como El País de España).
En las escuelas posfreudianas, el plus de goce “es función de la renuncia al goce por efecto del discurso”, lo que revela la relación entre hedonismo y obstáculo a la satisfacción. Toda plusvalía –sea pulsional, económica o jurídica– origina un sobrante que es portador de un pigmento tortuoso, pues lleva al ideal de acumulación punitiva y a la profunda pérdida de las nociones de realidad y civilidad histórica y social.
En definitiva, la medida de lo desigual ya no es la que correspondía al mundo industrial del siglo XIX y XX, donde la plusvalía emergía del valor diferencial que en la realidad productiva define un objeto producido en su condición de mercancía. Esto es, el objeto pasado por su condición de cosa encantada o hechizada por el excedente invisible de trabajo humano no remunerado. Dicho de otra manera, el trabajo convertido en fuerza simbólica inmaterial a través de una red de canjes intermediados por el dinero, lo que suele llamarse capitalismo, o sea, la acumulación de valor por la proliferación creciente de un excedente imaginario cuya traducción es financiera. Pero en la mundialización de la circulación de bienes, de la diseminación de armamentos, lenguajes comunicacionales y jurídicos, de emergencias pulsionales, etc., lo que ahora podríamos llamar una plusvalía jurídica rige con sus “actos de habla” cautelares o anonadando cautelares. Con su juego de constricción y auge de novedades totémicas de la industria cultural.
El nudo coactivo de los nuevos procedimientos del alto capitalismo, con su plusvalía judicial, trasciende las estructuras de la simple Justicia ordinaria, la Justicia federal o aquellas cuestiones judiciales tratadas en el constitucionalismo clásico, incluso el norteamericano. Este momento específico es aquel en que un dispositivo judicial interviene como eslabón necesario en la irradiación de la renta autoexpandida, de la renta sin cláusula productiva alguna, incluso que niega esa precondición productiva clásica, sintiéndola como un lastre. La plusvalía judicial actúa como un juridicismo que está más allá de la Justicia, como un mecanismo de esclusas mecánicas muy alejadas del uso arraigado de la cautelares y de su exclusión (ambos momentos, siempre sujetos a sus planos internos de politicidad), pero ahora como maniobras eminentes de una plusvalía que conlleva un símil con las filosofías disciplinadoras con alcances en el mando mundial. Son, más que códigos, nuevos “cógitos financieros” que producen efecto reales frenéticos con sus enunciados decisionistas.
Empleé palabras inhabituales, tomadas del acervo filosófico común, para adjuntarlas a estos nuevos movimientos de control de finanzas que se confieren una nueva autolegitimidad abstracta, a los efectos de un nuevo mando mundial paranoico. Aunque coincida con sedes judiciales, edificios, togas, lenguaje jurídico y otras características tradicionales del Poder Judicial o de la facultad de juzgar y pensar. Pero lo que hace es otra cosa, interviene judicialmente como parte inexcusable de una maquinaria autosustentada, enquistada en el procedimiento normal del capitalismo tradicional, que no es algo diferente, sino que ya llevaba todo esto en su seno. Si fueran apenas atendibles estas consideraciones, digamos que son la forma de analizar estos nuevos fenómenos sin la intervención de categorías morales. No es que éstas no existan ni deban invocarse; son imprescindibles, tienen un halo movilizador indudable y son parte inescindible de un futuro proyecto ético a ser configurado. Pero es preciso también demostrar que, sin utilizar la expresión ya predestinada de “fondos buitre” y sin la expresión colindante “Juez Griesa” –metáforas consagradas y empleadas por ellos mismos, que gozan con esta infamación a la que le ven carácter intimidante–, sería posible también colocar la reflexión sobre esta grave situación por la que atraviesa el país en un terreno de deliberación y argumento laico. Una argumentación serena que nos convierta en pueblos que se rehacen en la medida que rehacen las fuentes del juicio sobre lo público, lo económico y la vida colectiva mundial.
* Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.
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