Domingo, 10 de mayo de 2015 | Hoy
EL PAíS › TERRIBLES TESTIMONIOS SOBRE LOS CRIMENES SEXUALES EN LA MEGACAUSA DE CORDOBA
Por primera vez, un hombre denunció haber sido violado en su cautiverio. Los casos de dos púberes que fueron usadas una y otra vez por sus captores. Los horrores que siguen surgiendo después de 223 audiencias con 497 testigos contra 51 represores.
Por Marta Platía
Desde Córdoba
Pasaron casi cuarenta años, pero Osvaldo R. no entiende por qué. El 26 de julio de 1976, cuando apenas había cumplido los veinte, una patota lo cazó en una calle de Córdoba. Un auto paró frente a la parada donde él esperaba el colectivo, le preguntaron por una dirección y le cayeron entre todos. Lo llevaron a una dependencia del Departamento de Inteligencia, el D2, le pegaron, lo patearon, lo picanearon. Y, como cuenta ante el estupor de los que escuchan el juicio que ya lleva tres años, “me bajaron por unas escaleras encapuchado y fui sometido a vejámenes sexuales”. Cuando parecía que ya se había escuchado todo, aparece otra sombra de la inagotable perversión de la dictadura militar.
Osvaldo es el primer hombre en lo que va de los juicios por delitos de lesa humanidad en Córdoba desde 2008, que decide denunciar que fue violado. Tiene 59 años y, como le ocurre a la mayoría de las víctimas, mientras revive ante el Tribunal, ante sus amigos y familiares, lo más atroz que le pasó en su vida se trastrueca en aquél muchacho aterido de miedo que hicieron de él a fuerza de ataques. “Eso me pasó”, dice luego de tomar aire y se pregunta, se queja todavía: “¡No sé por qué a mí! ¡No sé porqué a mí me encapuchan, me hacen eso! Bajamos unas escaleras y sobre una mesa o algo, pasó... No supe quien fue”. Osvaldo se dobla sobre sí mismo. Sacude la cabeza de un lado al otro con la mirada enrojecida.
En la sala no vuela una mosca. La cámara que registra el juicio hace un paneo, y en los rostros campea la gravedad y hasta pudor por el testigo. Imposible no sentirse un intruso, un voyeur involuntario ante la revelación. Algunos eligen bajar la vista y escuchar sin mirarlo. El hombre no llora. Se pasa la mano por el pelo encanecido. Su voz está casi quebrada, pero sigue: “Mire, eso a uno le queda toda la vida. Creo que habrán pasado unos días, no le sé precisar muchas cosas porque uno pierde eso. Lo del tiempo. Nos habían degradado hasta con la comida, nos la tiraban al suelo para que la levantáramos de ahí... Creo que era para amedrentarlo a uno y que dijera lo que uno ni sabía, porque yo no estaba en la lucha armada”.
Osvaldo militaba en el Partido Socialista Democrático (PSD). Ya lo habían detenido en 1972 “a la vuelta de la Catedral, en la D2 me habían puesto una pistola en la cabeza. Ser del partido Socialista para ellos era ser comunista, ateo. Después fue esto, lo de julio del ’76, lo de los tipos preguntando una dirección. Ahí de nuevo al D2. Sé que era ahí porque escuchaba las campanas”, las de la Catedral de Córdoba, donde reinaba el Cardenal Raúl Francisco Primatesta, a apenas ocho exactos pasos de donde se escuchaban los alaridos de los torturados. “Sentíamos que había muchas palomas... Pero lo otro –como nombra a la violación– fue en una casa a la que me llevaron en la calle Caseros (otro sitio del D2). Ahí también me pusieron picana ascendente. Eso es terrible –explicó–, van desde los pies para arriba, y cuando terminan con uno, no se puede ni caminar. Tenía la boca más seca que ahora... Es terrible.”
“Había una mujer, una de ellos, elegante, que les gritaba: ‘¡Reventalo a este hijo de puta!’ Y yo en ese momento me quedé así”, dice, y señala su propio cuerpo. Así. “Sordo de un oído, porque me golpeaban mucho”, contó, mientras hacía el gesto de pegarse a sí mismo contra ambos costados de su cabeza al mismo tiempo: la seña de la tortura conocida como “el teléfono”. “También pegaban muchas patadas. Eran especialistas en eso. Sé que había mucha gente ahí porque se escuchaban gritos, y también tenían una radio siempre prendida con música fuerte.” Osvaldo refrenda –aunque sin nombrarlos– lo que muchos otros testigos contaron de sus propios cautiverios sobre los verdugos: que había algunos que hasta cantaban zambas y chacareras mientras picaneaban a sus víctimas. Canciones que bastardearon al punto que se volvieron insoportables para los sobrevivientes.
Dos de los que disfrutaban de atormentar a la vez que cantaban, eran Luis “Cogote de Violín” Manzanelli y Miguel Angel “El Gato” Gómez. Un dato: el pertinaz violador Miguel Angel Gómez, que disfrutaba sacándoles la venda a sus víctimas para decirles “mirame bien, soy el Gato Gómez, tu violador”, se levantó de su banquillo y se retiró veloz de la sala, ni bien el testigo comenzó su relato.
Cuando el fiscal Facundo Trotta le preguntó a Osvaldo cuánto tiempo duró su tormento y cautiverio, dijo “por mi familia creo que fueron dos o tres meses... Yo perdí la noción del tiempo. Me sacaron un día y me dijeron que dijera que yo había estado perdido. Que no me acordaba de nada y que estaba perdido. Yo estaba muy mal. Ellos me dejaron cerca de mi casa. Llegué como pude. Un vecino me vio que apenas podía caminar. El, después, ahora en estos años, vino y lo contó acá (a los fiscales). Yo quedé muy mal. Me decían que tenía que vivir por mi hija –porque mi esposa había muerto en el ’75–, pero yo tenía miedo. Quedé mal de la cabeza. No podía dormir. Tenía incontinencia. Cuando veía a la policía me orinaba encima. Tanto, que mi padre puso su cama al lado de la mía y él me cuidaba, me ponía pañales”. El testigo vuelve a enrollarse sobre su propio cuerpo cuando recuerda a su papá: “Volví a dormir con mis padres como un chico. Tenía miedo de que me dejaran solo”. La regresión en su mirada desespera.
Los jueces aprietan los labios y algunos hasta resuellan. Sus semblantes se vuelven aún más graves. Esperan que la víctima, que se ha convertido en un montoncito doliente, se recupere. Que pueda continuar. Osvaldo lo intenta: “Miren, siempre teníamos un móvil (con represores) en la cuadra. Yo no podía decir nada (se refiere a denunciar). No se podía decir nada. Comencé a ir al Rawson (el hospital público) recién como en los ’90, y ahí me dieron pastillas para dormir. Porque tampoco podía dormir. De noche siempre pensaba que en cualquier momento volvían”.
A la salida de su testimonio, Jorge Vasalo, un periodista de Radio Universidad le pide una entrevista. El testigo se niega. Pero es su hija, una joven fuerte, decidida, quien se le planta con firmeza: “Por favor, papá, estamos acá para eso. A vos te violaron y eso es lo que más daño te ha hecho en la vida. Tenés que hablar de eso”. El hombre se apoya en ella y habla. Otra vez.
En una cultura machista, develar en un proceso judicial público que se ha sido vejado no es fácil. Además de la herida, implica un daño atávico casi imposible de superar. Estigmatiza. De allí que se ha resguardado el apellido de Osvaldo. Si bien se sabe que muchísimos presos políticos han padecido este tipo de tortura, hasta ahora son contados con los dedos de una mano los que en todo el país se animaron a denunciarlo. Aun cuando se conoce que hubo muchos prisioneros violados y vejados por los cancerberos, y que los empalamientos “con armas o palos de escoba” fueron un método más de tortura y muerte; por ahora sólo las mujeres se han animado a denunciar los crímenes sexuales en el marco del terrorismo de Estado.
Durante el juicio que en 2010 que se les hizo al dictador Jorge Rafael Videla, a Luciano Benjamín Menéndez y a otros 39 represores, se denunciaron empalamientos a los presos políticos en la UP1. Ya en este juicio, el año pasado la testigo Alba Camargo denunció que a su tío lo empalaron. El de Alba es un extraño, aberrante caso dentro de la historia de la dictadura en Córdoba: tenía sólo trece años cuando la secuestraron junto a sus padres, Armando Arnulfo Camargo y Alicia Bértola, y a sus tíos Susana y Juan Carlos Berastegui. A la pequeña la mantuvieron presa en la cárcel de mujeres El Buen Pastor. Las monjas a cargo la sacaban de la habitación donde la tenían encerrada sólo “cuando un hombre rubio, grandote, venía y me sacudía de los brazos y me decía que si yo le decía quiénes eran los amigos de mis padres, dónde vivían, él los liberaría. Yo no hablaba. No sabía los nombres. Y él quería nombres y direcciones. Me hacía sentir culpable. Yo sufría y pensaba que si los mataban era porque yo no me acordaba de los nombres de los amigos”.
Por sus características físicas, se sospecha que ese torturador era Ernesto “El Nabo” Barreiro. Los padres y los tíos de Alba Camargo fueron asesinados en agosto del ’76.
Las mujeres han sido en la sibilina lógica de la violencia, el botín constante de hordas y ejércitos a lo largo de la historia. Eso se repitió en la última dictadura. En los juicios, las denuncias de crímenes sexuales no fueron inmediatas. Las sobrevivientes de los campos de concentración tardaron en hablar de las violaciones como parte de los crímenes de lesa humanidad. ¿El axioma? “A comparación de lo que les ocurría a ellos, de las torturas sufridas por golpes o picana y hasta la muerte, eso (los abusos sexuales) eran males menores.” Tampoco para ellas fue fácil pararse frente a los jueces y volver a sentirse desnudas ante la mirada de todos.
En Córdoba fue la ex presa política Charo López Muñoz quien pateó el tablero en 2008, en el primer juicio que condenó a Menéndez. Apenas llegada de su exilio en Francia, arrancó su testimonio directa, precisa, implacable: “A mí me sodomizaron en la D2”. Charo sacudió los cimientos de todo lo que vendría. En su declaración no tuvo piedad ni con ella ni con los violadores. Les echó un baldazo de agua fría encima a todos los presentes. El fiscal Carlos Gonella reaccionó de inmediato: “Puede usted hacer la denuncia de ese delito para que se abra una causa aparte”, le ofreció a Muñoz, y abrió el camino para un juicio que se está sustanciando desde entonces con las cientos de violaciones cometidas.
Entre las niñas-víctimas, se destaca el caso de la pequeña Alejandra Jaimovich, de sólo 16 años, a quien mancillaron sistemáticamente y día tras día durante meses. “Hasta una decena (de represores) por día, pobrecita, estos asquerosos, asesinos, ladrones que no servían para otra cosa”, los insultó una y otra vez la prisionera que oficiaba de cocinera y enfermera en La Perla, Servanda “Tita” Buitrago. Tita, considerada “la mamá” en ese campo de concentración, declaró a sus 85 años por videoconferencia desde el Chaco. Indignada: “Pobrecita, esos malditos no la dejaban en paz. ¡Eran todos unos desgraciados!”. ¿El agravante? Alejandra era judía. No sólo volvieron locos a sus padres, dándoles falsas esperanzas de liberación y cobrándoles recompensas para devolvérsela, sino que terminaron matándola. Y desapareciéndola.
Otra de las laceradas fue Fanny Casas, que tenía sólo 14 años cuando la sometieron en el Campo de La Ribera. Durante su testimonio, regresó hasta en el tono de su voz, que se volvió el de una nena, a ese infierno. “Nosotros éramos pobres, pero en el San Roque (un hospital público) me habían operado de la nariz (no podía respirar bien). Mi mamá no me había podido ir a buscar porque no tenía plata para el ómnibus, así que cuando me dieron el alta, aunque sentía mareos, me tomé el colectivo sola a mi casa. Cuando llegué vi un camión militar y tuve miedo.” Sus hermanos Hugo y Carlos Casas, albañiles y trabajadores municipales, eran buscados por la patota. Todavía dolorida, Fanny caminó hasta lo de Teresa, su “hermana casada”, que quedaba en su barrio. La pequeña se recostó media hora para recobrar fuerzas. Sólo eso pudo. El camión pasó por ella y toda su familia. La llevaron al campo de concentración Campo de La Ribera y, vendada y maniatada, la tiraron en una colchoneta. Ahí se encontró con Obdulia Lorenza Moreno, su mamá, a quien también habían atrapado.
“Era a la noche cuando llegamos –recordó Fanny, muy revuelta por las imágenes que le reabren la herida–. Mi mamá me decía ‘no te vayas lejos de mí’. Pero yo necesitaba ir al baño. Me llevó uno de los guardias. Le pedí que me dejara orinar tranquila. Ellos tenían botas. Entonces agarran y en vez de llevarme a mi cama, me llevan a una habitación y me desprenden el pantalón, me tocan la cola y me ponen siete penes en la cara... Y escucho que una mujer que estaba acostada gritó: ¡Hijos de puta, ¿qué le están haciendo a la chica? Pero entran otros y se desprenden las braguetas y se ponen a...”. Fanny hace silencio. Se queda inmóvil como una estatua. Cuando vuelve en sí, su voz ha cambiado, se ha endurecido: “Les digo que me duele la nariz. Y uno me dice que es doctor... Me sacan las vendas con fuerza y... después me devuelven con mi mamá”.
La fiscal Virginia Miguel Carmona le informó que podía hacer la denuncia por el delito de instancia privada en el marco del terrorismo de Estado.
“¿Quiere?”, le preguntó hasta con dulzura. “Sí”, dijo Fanny.
Sus hermanos permanecen desaparecidos. A ella y a su familia, después de robarles lo poco que tenían en la casa, los sicarios de Menéndez les aplicaron el método tierra arrasada: “Nos quemaron la casa, no tuvimos a dónde volver”. El querellante Claudio Orosz le preguntó si sus hermanos eran militantes: “¿Eran radicales, socialistas, qué eran?”. “No”, contestó la mujer. Estudiaban, trabajaban. “¿Eran peronistas?”, insistió el abogado.
–Y sí... como todos.
María Elena Scotto había discutido con sus padres en su casa de La Falda. Armó un bolsito y metió un revólver de su papá para irse. Con unos pesos se tomó el ómnibus a Córdoba. Era una adolescente enojada. Lo que no hubiera pasado de una desavenencia familiar, se convirtió en pesadilla indeleble para la ahora mujer de 55 años. “Era el 24 de marzo... como a las tres de la tarde en el Arco de Córdoba, había camiones militares –contó ante el Tribunal Oral Federal N° 1 hace pocos días–. Nos hicieron bajar a todos los pasajeros. Me abrieron el bolso y dijeron que yo era guerrillera. Yo les decía que no, pero no me creyeron... Me tiraron adentro de un auto, un Fiat 128 donde tenían a otro señor... Me tuvieron ahí hasta que se hizo de noche. Después me llevaron al Observatorio Meteorológico” (que está en un barrio casi céntrico).
–¿Y qué pasó ahí? –preguntó el fiscal Trotta.
María Elena se llenó de aire los pulmones y arrancó mientras se abrazaba a sí misma y parecía acunarse en su silla: “Me golpearon y me preguntaban cosas. Que de quién era el arma. En el baño me tiraron y me golpearon. Me interrogaron que para quién trabajaba. Un teniente me golpeaba y me golpeaba. Yo no sabía qué pasaba. Y me violó... Yo no sabía qué me estaba pasando. Esto era con la puerta del baño abierta, y en la puerta del baño había un soldado con el arma ¡mirando y cuidando, vigilando! Fue el teniente el que me violaba y él cuidaba... Me dejó golpeada, tirada en el piso... Me dejó ahí por mucho tiempo. Yo tomaba agua de ese mismo baño. No me daban ni agua. Me tuvieron como una semana o dos. No me daban de comer. A veces un pan, una naranja, una manzana. Siempre en el baño. Como dos semanas o más”.
El traslado fue al Campo de La Ribera, cerca del cementerio de San Vicente, donde habían abierto una fosa común adonde tiraban a los asesinados. “Ahí en La Ribera me volvieron a patear, a golpear, seguían con las preguntas. Ahí también me violaron varias veces... Yo estaba enloqueciendo y cantaba fuerte. No era católica pero cantaba canciones de la iglesia. Y me acuerdo que hablaba con alguien que se llamaba Pablo. Creo, yo lo llamaba Pablo. Pablo, mientras yo cantaba, él me decía que no. Que iba a ser peor. Me preguntaba que si yo no era católica, por qué cantaba canciones de la iglesia. Yo no sabía por qué. Un día nos pusieron afuera, sentados en el piso, al lado de algo redondo (una garita de vigilancia) y nos golpeaban. Y me decían que me callara, pero yo cantaba más fuerte. Con Pablo nos pegamos uno al otro... y dispararon. Se sintió tac, tac, tac, tac y Pablo se apoyó más en mí. Y no habló más... y no habló más y estaba duro... (María Elena llora y se abraza a sí misma más fuerte). Yo sabía que estaba mojado mi cuerpo. Estaba muy, muy mal. Y alguien, con una manguera, como a los animales me lavó.”
–¿Pudo ver a Pablo? –pide saber el fiscal.
–No, estábamos vendados. Sé que era un muchacho joven un poco más grande que yo. El decía que se dedicaba a trabajos en las iglesias pobres, del Tercer Mundo... Yo estaba mojada en el pecho... Yo ahora, ahora pienso que era la sangre de él. Pero no pude ver. Después de que me lavaron así, después de los disparos, me sacaron a este muchacho del lado mío, que pesaba tanto. Era muy pesado. No estaba apoyado normalmente. Estaba muy pesado y ya no hablaba.
Del Campo de La Ribera la llevaron al Buen Pastor. Era la más joven de las prisioneras. Allí pudo ver a Silvina Parodi, la hija de Sonia Torres, la titular de Abuelas de Plaza de Mayo de Córdoba. La reconoció años después, por una foto “en un libraco enorme, lleno de fotos en blanco y negro”, recalcó ante la desconfianza de la defensa de los imputados.
La liberaron recién en julio de 1977: un año y cuatro meses después de aquella huida de su casa. María Elena contó que su mamá la buscó. Que la buscó en la D2, pero que una mujer policía “le dijo que mejor se fuera, que no me buscara o la iban a llevar a ella al lugar donde yo estaba y no le iba a gustar. Mi mayor desesperación era no saber nada. Por qué estaba ahí y hasta hubiera preferido que me mataran. ¡Nadie me dijo nada! Ni un juez, ni un abogado, ¡nadie! Una noche dieron una lista y estaba mi nombre. Yo enloquecí. Me quería ir. Pero una de las mujeres dijo, ‘no, no nos vayamos, porque nos van a matar’. Y no, y no y no. Y las monjas decían que nos fuéramos. Pero las mujeres no quisieron. Y a la mañana siguiente cambió la guardia y con los papelitos con los nombres, nos fueron llamando y yo y esas personas salimos. Y fuimos caminando, pasamos por la iglesia de la cárcel y me agarró un ataque y de ahí me sacaron a patadas... y llegamos a la puerta, y veía la calle, y la reja, y la calle... Y me dice un oficial, uno con jerarquía, firmá acá y te vas. Y era un papel en blanco del Ejército Argentino, y yo no quería firmar. Y no y no, porque pensé que me iban a matar... Pero finalmente firmé, y en estas investigaciones (para este juicio) encontraron ese papel, y por ese papel me llamaron y estoy acá ahora, declarando”.
Nunca volvió a dormir bien, jamás dejó de temer por sí misma y por sus seres queridos. Tanto Osvaldo como las adolescentes vejadas todavía no pueden entender por qué los mancillaron. No pueden comprender el porqué de esos seres bestiales cayéndoles encima. Los tres comparten un destino de tratamiento psicológico casi permanente. Y un dolor que no cesa.
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