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Encuesta abajo en mi rodada

Las encuestas y los consultores. Ascensos, famas, errores y aciertos del pasado. Recuerdos del 2001, del 2003, de retiradas y consagraciones. Explicaciones posibles a las fallas. La sospecha, las críticas. La relación con medios y periodistas. Algo sobre el uso y abuso de las bocas de urna.

 Por Mario Wainfeld

–Pero entonces –me atreví a comentar–, aún estáis lejos de la solución...
–Estoy muy cerca, pero no sé de cuál.
–¿O sea que no tenéis una única respuesta para vuestras preguntas?
–Si la tuviera, Adso, enseñaría teología en París.
–¿En París siempre tienen la respuesta verdadera?
–Nunca, pero están muy seguros de sus errores.

El nombre de la rosa,
Umberto Eco

Desde que rige la Constitución de 1994, sólo una vez hizo falta ballottage para elegir al presidente. Fue en 2003 y no se realizó porque el ex presidente Carlos Menem “se bajó” posibilitando que Néstor Kirchner llegara a la Casa Rosada.

Menem había salido puntero en la primera vuelta pero todos daban (dábamos) por hecho que en la segunda perdería por paliza. El ejemplo comparativo en boga era el del dirigente derechista francés Jean-Marie Le Pen, que había seguido la misma trayectoria frente a Jacques Chirac. Le Pen se presentó a la segunda vuelta y todo el electorado no propio se volcó en su contra.

Menem se vio, se supo, reflejado en el espejo de Le Pen. No le faltaban ambición ni confianza en sí mismo: era un líder seguro, dotado de voluntad férrea... hasta creído. Pero las encuestas casi unánimemente anunciaban el desenlace. Menem depuso la candidatura, en un gesto avieso y de baja calidad institucional. Visto desde un ángulo resaltado en estas semanas, obró así porque creyó en las encuestas.

No estaba solo porque todos los competidores en esos comicios confiaban en el pronóstico que incluía la victoria pírrica del riojano en el primer turno. El interés se centró en quién saldría segundo, en una contienda inusualmente reñida entre varios. Ricardo López Murphy acarició la medalla de plata en el podio que devendría en éxito definitivo. Kirchner fue quien llegó, por suerte para la mayoría de los argentinos.

La confianza en los sondeos era extraña porque en 2001 habían pifiado, lejos. Subestimaron el voto en blanco, el “voto bronca”, la apatía y la protesta de la ciudadanía. Los reproches mediáticos llovieron sobre los especialistas aunque se disiparon rápido porque la magnitud de la crisis abrió otros focos, terribles, de atención.

En 2003, interpretó entonces y ahora este cronista, las encuestadoras se aplicaron para superar la performance previa y defender su reputación. El escenario 2003 distaba de ser sencillo: era inédito porque el bipartidismo había estallado. Ningún presidenciable aspiraba a más del 20 o como mucho 25 por ciento de los votos. Todos, menos uno, se regocijaban ante la perspectiva de llegar segundo. Nada que ver con las presidenciales previas, coronadas con mayorías impactantes.

Las encuestas predijeron con certeza. Las bocas de urna también: este cronista (resguardando a sus fuentes) da fe. A las dos de la tarde del día de la votación consultó a referentes del menemismo y del duhaldismo, que contaban con diferentes bocas de urna. Ambos anticiparon, con error ínfimo, el escrutinio.

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Un largo camino, muchachos: El protagonismo de los consultores electorales es clásico en las democracias estables, la Argentina no fue excepción desde la recuperación de la democracia. En forma progresiva los pronósticos se tornaron insumo necesario para los medios y la opinión pública. El sociólogo Gabriel Vommaro describe el proceso con detalle y agudeza en su libro Lo que quiere la gente, que se recomienda y que inspira aspectos de esta columna.

Los encuestadores se hicieron (re)conocidos, asesores de primer nivel, invitados deseados para la tele, la radio o los diarios. Con largo trecho recorrido, elecciones cada dos años a nivel nacional y provincial, han sido precisos y cometido errores. Se los requiere, focalizan el interés colectivo. Pueden equivocarse por definición, pero no deberían falsear datos o manipularlos.

Como en la vida de relación, es fácil diferenciar conceptualmente al error de la mentira (culpa o dolo, pongámosle) aunque en la realidad abunden zonas grises, no tan fáciles de discriminar.

“La gente” y los medios suelen comportarse con una especie de doble standard. Todos quieren saber de qué se trata. A medida que se acerca la votación, las encuestas son un tema central o excluyente en los medios, en las mesas de arena de las campañas, en cualquier tertulia de café entre iniciados o desprevenidos. Se las demanda y al mismo tiempo se desconfía de la honestidad de los expertos. Cualquier falla activa dispositivos de reproche.

Es lógica la reciente decisión de los tribunales electorales exigiendo precisiones en las encuestas de intención de voto, requisitos para difundirlas. Se trata de una regulación sensata en un insumo sensible: la información pública. El terreno se torna más resbaladizo cuando se proponen leyes más estrictas y sobre todo sanciones. En el derecho positivo, no hay obligación cabal si no existen mecanismos de castigo a quienes la infringen. El problema es que sancionar a quien divulga data roza la delicada esfera de la libertad de expresión que incluye las macanas o el pescado podrido, en dosis más alta de lo que se suele asumir. Esta nota no profundiza este aspecto esencial, precisamente en razón de la cantidad de variables sensibles que abarca. Sí se consigna como parte del problema. Y se vuelve al relato, esperando que sea menos árido que los pruritos legales.

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Recuerdos del pasado: Las buenas encuestas de opinión son carísimas y las consultoras no son entes filantrópicos. Son sociedades con fines de lucro, mayormente laburan si alguien las paga (a veces investigan por su cuenta y riesgo para mantenerse en el candelero).

El comitente tiene una serie de derechos, entre ellos el de autorizar la publicación. Hugo Haime, que es sociólogo y consultor, cuenta un ejemplo en su interesante libro Qué tenemos en la cabeza cuando votamos. Haime asesoraba en las parlamentarias de 1993 al candidato menemista en Capital: Antonio Erman González. González no era el favorito para triunfar, en un momento los sondeos de Haime lo avizoraron como ganador. Hicieron cálculos de oportunidad en el comando de campaña: resolvieron que tácticamente les convenía retener el dato, no socializarlo. Imaginaban desplazamientos en los apoyos a sus adversarios. Lo hicieron, el apodado “Sup-Erman” ganó por poco las elecciones porteñas.

Dado que la información es de fuente privada (y no un servicio público) nada obsta éticamente a dosificar la difusión, lo perverso es “mandar fruta”.

Las consultoras afamadas son una suerte de oligopolio de hecho. Sus integrantes se sostienen relativamente estables aunque la lista se amplió con el correr de los años. Los de primer nivel serán alrededor de diez, se elevarán a veinte los que juegan en el campeonato de primera, ampliado como el de la AFA.

Usualmente se trata de profesionales formados que acuden a metodologías validadas en el mundillo internacional. Hay excepciones, claro. El ex presidente Eduardo Duhalde confiaba en los relevamientos de Gladys, una profesional de su confianza. Esta “medía” haciendo miles de entrevistas en sitios de gran concurrencia popular, las terminales de tren por ejemplo. Tomaba miles de casos, con pocas preguntas, le entregaba los datos a Duhalde en un cuadernillo con tapas de hule. Duhalde les concedía alta credibilidad, sin privarse de contratar a los consultores consagrados que despotricaban por la falta de rigor del método de la oponente... sin renunciar a sus laburos.

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Goles a favor y en contra: Entrar al círculo áulico depende a veces de un acierto resonante. La empresa Opinión Autenticada lo obtuvo en la Constituyente de Misiones de 2006. El gobernador Carlos Rovira, aliado del gobierno nacional, buscaba la reforma para habilitar una eventual reelección. La cruzada opositora la encabezó el obispo Joaquín Piña, prestigioso referente social. El gobernador era favorito en los sondeos, Opinión Autenticada se diferenció pronosticando el éxito de Piña. Así sucedió, con sensible impacto nacional: los gobernadores jujeño Eduardo Fellner y bonaerense Felipe Solá desistieron de ir por la reválida. Los instó el presidente Kirchner. Se suele decir que Kirchner también renunció a la reelección en ese momento... el cronista cree que ya lo tenía decidido pero posiblemente el sucedido imprevisto ratificó su criterio.

Como sea, Opinión Autenticada tuvo su lanzamiento. Poco tiempo después erró el vaticinio en las elecciones para Jefe de Gobierno porteño presagiando que Jorge Telerman batiría en la disputa por el segundo puesto a Daniel Filmus. Ambos competían con el ascendiente Mauricio Macri. Telerman quedó afuera y la consultora supo del éxito y del traspié en pocos meses. De cualquier manera, se sumó al pelotón.

Javier Otaegui tuvo otro destino en 1993. Asesoraba a Mariano Grondona en los años gloriosos del programa Hora Clave. Sus sondeos sustentaban las peregrinas tesis del profesor Grondona, que la iba de demócrata: el menemismo facilitaba transiciones asombrosas. Otaegui pronosticaba que el radical Federico Storani superaría al peronista Alberto Pierri en elecciones bonaerenses para diputados nacionales. Contradecía a todas las encuestadoras afamadas. Varios de sus titulares pasaron por el living de Mariano criticando ácidamente los pronósticos de “Javier” y su metodología: llamadas telefónicas. Storani y Otaegui perdieron apabullantemente. Este se retiró de la actividad. Quizá por esa conducta se recuerda tanto el ejemplo, perdido en la niebla de los tiempos. La elite de los consultores lo enfrentó y desacreditó, algo que no ha sido la tendencia dominante.

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Fracasos y leyendas: La mera enumeración de “los fracasos” de las encuestas en centenares de elecciones llenaría páginas. De todos modos, los “aciertos” han sido más y la herramienta es indispensable.

Con tanta abundancia de tropiezos puede pasar que se computen algunos inexistentes. Un caso clavado fue el debut de la Alianza en Buenos Aires, enfrentando al duhaldismo. Graciela Fernández Meijide versus Hilda González de Duhalde. “Chiche” pintaba como favorita, descontándose el poderío del “aparato” peronista. Pero ya en agosto, dos meses antes del comicio, Página/12 anunció que Graciela iba ganando. El 19 de octubre, una semana antes de la votación, la tapa de este diario ratificó el pronóstico, que era compartido por variadas consultoras: Analogías, Catterberg y Asociados, OPSM (Zuleta Puceiro), Marita Carballo.

Otros medios sostenían la primacía de la candidata duhaldista, sustentados en los pronósticos del encuestador favorito del peronismo por entonces, Julio Aurelio. El sábado previo a la elección, el columnista José Claudio Escribano publicó en La Nación una nota contando que Aurelio se había topado con “un extraordinario cambio de tendencia” que lo tenía “perplejo” y vaticinaba el vuelco a favor de Fernández Meijide. La leyenda, que se repitió en estas semanas, es que recién entonces se advirtió el resultado. Dicho sea al pasar, La Nación quebró la veda electoral mediante un subterfugio.

Ese ejemplo y el de Grondona-Otaegui dan cuenta de las sociedades que conforman medios y consultores, un detalle esencial a menudo solapado.

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Explicaciones o pretextos: Toda falla impone explorar sus causas, describirlas, autocriticarse llegado el caso. Los sondeos desacreditados desatan un kit conocido de explicaciones que pueden ser atendibles o meras excusas. El “voto oculto” o vergonzante es uno de ellos. En 1983 los peronistas aducían que muchos de sus partidarios podían mentir al encuestador, aleccionados por años de proscripción o dictaduras. Con el correr del calendario y tantas mediciones acertadas el razonamiento pierde fuerza, en promedio. Haime señala que puede pesar en “bocas de urna” en territorios donde el oficialismo tiene mucho control social. Un virtual ciudadano que votó en su contra pero que teme su influencia podría macanear para cubrirse de represalias, suponiendo que el empleado de la consultora es un agente encubierto de un puntero con peso. Puede ser, en situaciones anómalas cada vez más infrecuentes, intuye el cronista.

Los cambios abruptos de parecer colectivo integran el menú de explicaciones ex post facto. Le daría sustento teórico la “espiral del silencio”, hipótesis tejida por Elisabeth Noëlle Neumann, de baja legitimidad entre los especialistas más serios. Alude a un cambio del clima de opinión colectivo que induce al consenso que no se explicita por estar a contrapelo de lo establecido. Se sigue al nuevo favorito, aunque no se confiesa.

Inmersos en una cultura racionalista y desconfiada, a los ciudadanos del siglo XXI nos cuesta creer en que haya hechos impredecibles, trátese de un resultado electoral o de los atentados contra la AMIA y las Torres Gemelas. También tienen escasa acogida las apelaciones a los errores o fallas cuando cunden los pensamientos conspirativos. No les faltan asidero ni precedentes históricos, desde ya, aunque a veces la fe racionalista derrapa.

Una de las lecciones del “cisne negro”, la irrupción de lo inesperado en los fenómenos sociales, económicos o políticos es que es común, a veces imperativo, elaborar explicaciones después de los hechos asombrosos dando por seguro que eran predecibles.

Volvamos a nuestro núcleo, con un final predicativo.

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Defensa de lo propio: La defensa de la democracia exige atención y cuidado colectivo. Velar por la calidad de la información es una faceta irrenunciable. Todo debate es bienvenido, toda exigencia razonable un aporte.

Todo esto dicho, este escriba agrega pareceres subjetivos, opinables. Precaver virtuales manipulaciones del electorado es una tarea razonable a condición de no extremar una premisa a veces exagerada. El electorado no es pasivo ni necio. Se ha ido capacitando en más de tres décadas. Sus pronunciamientos son rotundos, variados, jamás exentos de sentido.

Cualquiera puede entender por qué fueron elegidos en su momento los presidentes Raúl Alfonsín, Menem, Fernando de la Rúa, Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Cualquiera puede discrepar con alguno o todos los resultados, pero eso no los transforma en irracionales o insensatos.

Lejos estamos de preconizar que el pueblo nunca se equivoca. Los sujetos individuales y colectivos lo hacemos con asiduidad. El punto es que el pueblo (o el electorado si se prefiere) tiene derecho a optar y decidir su futuro.

Tal vez eligió a quien no lo representó debidamente o a quien lo defraudó, incumpliendo el “contrato electoral”. Extremando el punto: por ahí “la gente” se chispoteó al elegir a quien la defraudaría. Sea,,, pero lo hizo en ejercicio de sus derechos, merced a la formidable herramienta del voto universal, obligatorio y secreto.

Presumir que es fácil manipular sus veredictos, inducirlo a subirse al tren de un ganador virtual, marearlo con spots o consignas es para algunos un laburo, para otros un recurso argumental tramposo.

Respetar las decisiones populares y garantizar su producción es una labor primordial de las autoridades políticas, judiciales, las de mesa, los formadores de opinión, los dirigentes y los militantes políticos.

Polemizar es virtuoso, no así menoscabar las decisiones del pueblo soberano. A cualquiera le habrán complacido algunos y fastidiado otros. La democracia también consiste en eso: aceptar a las alegrías y a los sinsabores como parte de la construcción de una sociedad mejor.

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