Viernes, 22 de enero de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN POR MARTíN GRANOVSKY
Por Martín Granovsky
El gobierno militar desembarcó en las Malvinas hace casi 34 años. Un tercio de siglo. Perdió la guerra el 15 de junio de 1982, cuando el general Mario Menéndez, con experiencia como jefe del campo de concentración tucumano de La Escuelita, se rindió ante el general inglés Jeremy Moore. Desde ese momento pasaron 33 años, siete meses y seis días hasta ayer, cuando el Presidente Mauricio Macri se entrevistó con el primer ministro británico James Cameron y dijo: “Fue una linda reunión”.
Nada hizo retroceder más el objetivo argentino de recuperar las islas que la guerra. También la derrota, pero la derrota era tan obvia que sería redundante mencionarla. Desde la guerra decidida por la dictadura los gobiernos democráticos que se suceden en los últimos 32 años cargan con una misión histórica, la de reintegrar las islas a la soberanía argentina, y la mochila de buscar esa meta con una guerra detrás. O sea, no solo con el antecedente de una derrota argentina. También con el antecedente de una victoria militar británica lograda por el gobierno conservador de Margaret Thatcher con una determinación equivalente a la que utilizó para combatir a los sindicatos. Lo cual es mucho decir.
Volver a negociar incluso en borrador, punto al que habían llegado la Argentina y Gran Bretaña antes de la guerra, llevará mucho tiempo. El punto es cómo llegar a que se cumpla la resolución 2065 de las Naciones Unidas, que hace 50 años exhorta a las dos partes a comenzar las tratativas. Y, entretanto, qué centralidad darle a la cuestión Malvinas en la relación con Londres.
Tanto los gobiernos de Raúl Alfonsín como los de Néstor y Cristina Kirchner le dieron centralidad. El gobierno de Carlos Menem normalizó relaciones en 1990, cosa lógica tras siete años de democracia, y le añadió una estrategia de seducción de los kelpers y el intento de acercar intereses con Londres a través del petróleo. La canciller Susana Malcorra admitió que la soberanía tiene rango constitucional pero criticó al ciclo kirchnerista porque a su juicio fue “muy duro” en el tratamiento del tema Malvinas. Ya lo había dicho en octubre el entonces asesor de Macri y actual secretario de Asuntos Estratégicos, Fulvio Pompeo. En declaraciones al Telegraph de Londres, dijo que la táctica del kirchnerismo había sido “demagógica”, prometió que si Macri era electo presidente no nombraría un ministro para las Malvinas, propuso “trazar un camino conciliatorio” y sugirió “trabajar para descongelar las relaciones de la Argentina con Gran Bretaña”. Pompeo y Malcorra, sin embargo, no repararon en un dato clave: en 12 años de gobierno ni Néstor Kirchner ni Cristina Fernández de Kirchner aceptaron elevar la cuestión de Malvinas a la votación anual de la Asamblea General de la ONU, un esfuerzo improductivo que inició la Junta Militar en 1982. Ambos creyeron que bastaba con la 2065, con el pronunciamiento anual en el Comité de Descolonización y con las declaraciones a favor de la negociación emitidas por el Mercosur, la Unasur y la Celac. Puede haber habido momentos duros en la retórica, y tal vez un crescendo de excesos discursivos, pero no más que eso.
Para Menem quitar el tono malvinero dominante tenía dos dimensiones. Por un lado su primer canciller Domingo Cavallo, su segundo canciller Guido Di Tella y el vicecanciller de éste, Andrés Cisneros, estaban genuinamente convencidos de que así el Estado avanzaría hacia la mesa de negociaciones. Por otro lado, Menem utilizó el acercamiento al Reino Unido como carta de credibilidad: si un peronista que había hecho una campaña redentorista sobre las islas, una campaña electoral casi bélica, se aproximaba tanto a los ingleses, significaba que también era capaz de conseguir el Plan Brady y canjear títulos de deuda por empresas estatales para concretar la ola de privatizaciones más formidable de la historia argentina.
Macri no necesita demostrarle nada al establishment. No precisa volver de las patillas de Facundo Quiroga ni de la promesa de formar una América morena. La realidad indicará qué busca Macri en el Reino Unido. Si atenuar el peso relativo de la cuestión Malvinas viene acompañada de algún trabajo fino de tejido de relaciones en el Reino Unido, cosa que hicieron en tiempos distintos embajadores como Mario Cámpora, Federico Mirré o Alicia Castro. O si se trata de otro gesto de afirmación republicana –en el sentido partidista y norteamericano del término– como mostrarse cariñoso con Bibi Netanyahu, el primer ministro israelí más odiado por el demócrata Barack Obama.
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