EL PAíS › OPINION

Por ellos

 Por Marta Platía

Imagen: DyN.

Por Silvina Parodi, que hasta último momento se resistió a dar a luz a su hijo para que no se lo roben, como luego sucedió. Y por Sonia Torres, la Abuela de Plaza de Mayo que todavía busca a ese nieto. Por Tomás Carmen Di Toffino, que se hizo cargo de Luz y Fuerza a la muerte de Tosco, y que en el campo de concentración de La Perla cuidó de sus compañeros hasta que se lo llevaron al muere. Por Carlos Alberto “la Nona” D´Ambra, que cantaba canciones de Les Luthiers para aliviar los dolores y la angustia de los que, sabía, iban a matar. Como a él. Por Herminia Falik de Vergara, que murió agradeciendo a otra de las prisioneras, “Tita” Buitrago, la última caricia en su frente cuando la dejaron moribunda en la parrilla de tortura. Sus asesinos no tuvieron tiempo de matarla del todo: se fueron apurados para festejar la Navidad con sus familias. Fue el 24 de diciembre de 1976. Y por sus dos hijas que llevan una vida extrañándola. Por María Luz Mujica de Ruartes, que agonizó con el cuerpo hecho jirones en los brazos de sus compañeras en las que creía ver a su madre, y a la que rogaba “sácame de acá mamá, que ya vuelven los hombres malos”. Por el “Negro” Luis Justino Honores: un albañil que se fue en silencio, destrozado por la picana y los golpes; haciendo fuerza para no quejarse y evitar así que sus compañeros sufrieran por él. Por Claudia Hunziker y su juventud de melena rojiza. Por la pequeña Alejandra Jaimóvich, de sólo 17 años, a quien violaron sistemáticamente hasta matarla. Por la “Negrita” Cristina Galíndez de Rossi, que llevaron a La Perla con su hijito de 4 años, el “Pichi”. Y por el “Pichi” Rossi, que sobrevivió y honra la memoria de esa madre. Por Walter “el Indio” Magallanes, de la Escuela Superior de Comercio Manuel Belgrano, que se resistió al secuestro con una pistola de juguete y nunca perdió su sonrisa. Por Oscar Liñeira, de apenas 18, que fue llevado “al pozo” cuando aún no había hecho el amor y alcanzó a confesárselo al sobreviviente Piero di Monte. Por su mamá, que murió el año pasado y todavía lo esperaba. Por Eduardo “el Tero” Valverde, que había sido funcionario del gobierno constitucional de Ricardo Obregón Cano y fue uno de los primeros asesinados en la sala de tortura de La Perla. Por Graciela “la Gorda” Doldan, que cuando la llevaban para fusilar le dejó un mensaje al “Nabo” Barreiro: “Díganle al Gringo que es un cagón”. El represor le había prometido dispararle personalmente y sin venda en los ojos. Ella sabía que la esperaba la muerte y quería mirarla de frente. Y al pelotón, y al cielo. Por todos los que no pudieron mirar ese cielo mientras la horda los fusilaba. Por el “Gordo” Claudio Soria, muerto a mano y de tortura; por el soldado Félix Roque Giménez, al que luego de la picana, le incrustaron una resistencia de plancha al rojo vivo en la cara y lo estaquearon desnudo en el patio del Campo de La Ribera hasta que murió, cubierto de insectos. Por Rita Alés de Espíndola, que fue fusilada en camisón por una tropa de más de diez “valientes subordinados” de Menéndez a pocas horas de haber parido a una beba. Por Miguel Hugo Vaca Narvaja, padre de 12 hijos y ex ministro de Frondizi: que fue torturado, decapitado y exhibida su cabeza como un trofeo en los cuarteles de los asesinos. Por los hermanos Juan José y Oscar Domingo Chabrol, que fueron muertos a golpes y a patadas en la la Gestapo local, la D2, a pocos metros de la Catedral donde reinaba el ex Cardenal Raúl Francisco Primatesta. Por la familia de Mariano Pujadas, que fue torturada, acribillada, arrojada a un pozo y dinamitada por el Comando Libertadores de América: la Triple A cordobesa. Por Ester Felipe y su esposo Luis Mónaco, que apenas tenían veinticinco días de ser padres de una bebé cuando se los llevaron para siempre. Por Gladys Comba de Comba: una madre a la cual vejaron, mataron y quemaron sólo porque buscaba a su hijo Sergio. Por Diego Ferreyra y Silvia “Pohebe” Peralta, a quienes el condenado Vergez cazó a balazos, presumiendo de su puntería, frente a los ojos de sus padres.

Por los que sobrevivieron. Por los que sobrevivieron y dieron testimonio de lo padecido. Por los padres y madres y abuelos que murieron esperando un regreso que jamás ocurrió. Por Eduardo Porta, que sobrevivió a los campos de concentración, a años de tortura, pero terminó muriendo de un infarto en un ómnibus en 1986, apenas dos meses después de haber sido padre. Por todos los que como él y después de él, murieron de prematuras, súbitas muertes. Y de cáncer, y de tristeza, por tanta tortura acumulada. Por la monja Joan Mc Carthy, que murió poco después de dar testimonio y que, aún norteamericana, terminó argentina a fuerza de esperar, de denunciar y de buscar justicia.

Por las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, que jamás dejaron de caminar y de hacer camino. Por su no venganza, su no violencia, y la Justicia como meta. Por ellas. Por todas ellas, que son la máxima dignidad de la Argentina. Por ellas que hasta buscaron y encontraron en la ciencia y en científicos –como el gran Clyde Snow– el “índice de abuelidad”, ya que los padres de los sus nietos, sus hijos, siguen desaparecidos. Por los HIJOS de aquéllos hijos, que siguen buscando. Por el EAAF que sigue encontrando. Por los nietos que son nietos aunque muchos no lo sepan todavía. Por esos “desaparecidos vivos” que son más de 400 y a los que privaron de su identidad éstos y otros condenados. Y los que aún falta juzgar. Por los bebés robados que ya son hombres y mujeres. Por ellos que deben encontrarse a sí mismos y a las Abuelas.

Por todos nosotros, los que respetamos y apoyamos estos juicios. Y por los que no. Porque tarde o temprano sus hijos y sus descendientes sabrán leer la historia mejor que ellos.

Por todos, ayer, y 40 años después de las fosas abiertas en la tierra de La Perla, de los cementerios improvisados por el Terrorismo de Estado en todo el país, a los fusiladores de Menéndez, a los torturadores, a los violadores, a los asesinos, a los desaparecedores y a los ladrones de bebés les llegó la hora. Por fin ayer en Córdoba, Argentina, y al cabo de un juicio de casi cuatro años, el sol brilló intenso sobre una marea humana jubilosa, ondulante y pródiga en abrazos en un luminoso, un ansiado día de Justicia.

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