EL PAíS › OPINION
Paraguas húngaros
Por Sandra Russo
¿Qué pasará por esas cabecitas? ¿Qué versión de cómo pasaron las cosas se darán a sí mismos y entre ellos? ¿Es la mentira un arma exógena, epidérmica, estratégica, o es un autoengaño que utilizan los dos para contarse a sí mismos su propia historia oficial? Como fuere, durante años, este país dependió de las decisiones de estos hombres, que dejaron a su paso una pira ardiente y un tumulto de despojos. El riojano sigue prometiendo salariazo, aunque ya en sus épocas de esplendor supo explicar que las promesas de campaña son como buenos augurios de Navidad, o sea nada. El cordobés sigue prometiendo convertibilidad, y no hay argumento que le pongan enfrente que lo saque de la baldosa en la que está parado, desde la cual dice ver un helicóptero radical huyendo como inicio de las siete plagas, y acaricia el recuerdo de argentinos comprando paraguas húngaros como la postal de la panacea gauchesca.
¿Qué deberían provocar Menem y Cavallo juntos? ¿Indignación, zozobra o risa? ¿Cómo serán esas especulaciones de trasnoche histórica entre estos señores en declive que se resisten a advertir la pendiente y continúan elucubrando maneras de volver? ¿A dónde querrán volver Menem y Cavallo? ¿A la cresta de la ola o apenas a la superficie, si acaso están enterados de que están políticamente bajo tierra, de que sus nombres son malas palabras, de que el campo semántico que abarcan sus apellidos incluye destrucción del Estado, desempleo masivo, corrupción, miseria moral, desequilibrio mental y, sobre todo, en amplios sectores, vergüenza por haberles creído? Y yendo al grano: ¿cuántos, hoy, tendrán vergüenza por haberles creído? ¿Cuántos habrán hecho un mínimo examen de conciencia y habrán podido advertir que aquel modelo que ambos parieron como un niño monstruoso canjeó manteca al techo para cuatro por el hambre de más de la mitad?
Cada vez que Menem y Cavallo se reunieron, en todos estos años, fue para jugar al truco. Y si se vuelven a juntar y dan risa, es porque siempre causa gracia el tipo que se queda dormido en el cine y sigue roncando cuando los demás ya se fueron. Pero en este país ilógico y temible no está de más reírse con zozobra: la Argentina es, después de todo, una estratosfera como la que íbamos a atravesar para llegar en dos horas a Japón: arriba y abajo quedan cerca, y no faltará quien añore las dulces épocas de los paraguas húngaros.