EL PAíS › ESTABILIDAD POLITICA Y CLIMA DE NEGOCIOS EN ARGENTINA
Quién paga el costo argentino
Por Maximiliano
Montenegro
El costo argentino no es más la burocracia estatal, la inseguridad jurídica, o la rigidez de las normas laborales, como predicaba el establishment económico en los años noventa. El verdadero costo argentino es el “costo social”: 38,5 por ciento de la población viviendo bajo la línea de pobreza. No puede haber, como en los noventa, empresas con ganancias extraordinarias en una sociedad con extraordinarios niveles de pauperización. No es una cuestión de moral o de ética, sino de estabilidad política.
Alta pobreza y desigualdad en la distribución del ingreso son una bomba de tiempo que amenaza la supervivencia de los presidentes democráticos, no sólo en la Argentina sino también en varios países de la región. Desactivar el dispositivo, preservar la estabilidad social, tiene un costo que alguien deberá pagar.
Si algo hay que reconocerle a Néstor Kirchner es que entiende mejor que nadie la ecuación. ¿Estaría hoy en la Rosada si hubiera descongelado abruptamente las tarifas de los servicios públicos en el 2003, como pretendían las empresas privatizadas, el Fondo y hasta el propio Lavagna? ¿Hubiera soportado aquel presidente “débil” el embate de una clase media todavía en ebullición, agobiada por la licuación del poder de compra salarial? ¿Cuál hubiera sido la reacción social ante una escalada veloz de los precios de las naftas este año en que el crudo voló en el mercado internacional? ¿Qué sucedería si se eliminaran las retenciones, como pretende el FMI y se desfinanciaran los planes Jefes de Hogar para desocupados?
Nadie lo puede saber. Cada una de esas medidas podrían haber derivado en un escenario de máxima incertidumbre, con consecuencias sociales y políticas impredecibles. Y qué mayor costo para el “clima de negocios” que la posibilidad de que la propia continuidad de un presidente esté en jaque.
Más aún, siguiendo la línea de razonamiento anterior, alguien podría argumentar que Kirchner es demasiado conservador en lo económico –al priorizar la política de pagos record al FMI, en lugar de, como sugiere Stiglitz, destinar esos recursos a aliviar la deuda social– algo que en un futuro no muy lejano podría jugarle en contra en la carrera contra el reloj. ¿Serán socialmente tolerables los indicadores de pobreza, desempleo y poder adquisitivo cuando el contexto internacional no sea tan favorable y la economía deje de crecer a tasas chinas? Ese es tal vez el mayor desafío para la actual política económica.
En el Fondo Monetario no parecen entender lo que significa el “costo social argentino”. Tampoco muchos empresarios, sobre todo financistas y banqueros. Ayer, Rodrigo Rato, el inefable director gerente del organismo, volvió a la carga con la receta de siempre: garantizar el “clima de inversiones”, léase rentabilidad para el capital privado en los servicios públicos, como si esas empresas hicieran negocios en el Primer Mundo, no en la Argentina. De paso, insistió con la necesidad de una política antiinflacionaria más estricta: elevar las tasas de interés, enfriar la economía y mantener así un mayor control sobre los precios.
¿Se puede hacer política contractiva en una economía con 16 por ciento de desocupación y 38 por ciento de pobres? No hace falta ser un experto en economía para ponerlo en duda. Basta con recorrer las calles del Gran Buenos Aires.