EL PAíS › COMO QUEDO EL MUNDO DEL ROCK DESPUES DE SU 11 DE SEPTIEMBRE
La generación que busca sobrevivir
La tragedia impactó en el corazón mismo de una generación; la muerte llegó allí donde antes había un refugio. Las reglas que cambiaron, los nuevos públicos, los cambios en los comportamientos. Las nuevas escenas que se buscan.
Por Eduardo Fabregat
El 2 de enero de este año, el empresario Daniel Grinbank le dijo a Página/12: “Para el espectáculo, esto es como un 11 de septiembre”. La frase sigue –y seguirá– teniendo sentido y resonancia: si la Guerra de Malvinas hizo estallar el primer conflicto ideológico serio en un movimiento de rock que hasta entonces parecía homogéneo y unido, lo sucedido en República Cromañón puede ser considerado un hito de igual (o mayor) magnitud. La cultura no puede salir indemne cuando se trata de muertes jóvenes. Y si en 1982 los pibes de la guerra fueron enviados al matadero por una corporación asesina, lo del 30 de diciembre de 2004 golpeó en el corazón mismo de una generación: las muertes sucedieron allí donde antes había un refugio, en la ceremonia más querida por los pibes que alimentan una escena con 40 años de vida. Esta fecha marca un aniversario, nada menos que el primero, pero durante 2005 Cromañón fue todos los días.
Se puede extender la analogía de Grinbank: como en la Norteamérica de Bush, uno de los primeros efectos de Cromañón fue el recorte de libertades. Motorizada por el horror de lo sucedido, la ola de clausuras que barrió con los escenarios porteños no admitió discusión ni relativizaciones. Nadie quiso contemplar el matiz de que lo peligroso no era el rock, sino ciertas costumbres que desviaron su espíritu. De la noche a la mañana, el hipercontrol histérico dejó sin micrófono, sin espacio y sin trabajo a centenares de músicos, técnicos, personal de armado y transporte, sonidistas y un largo etcétera que desarrollaba su arte o su oficio en lugares donde no se encendía pirotecnia ni se cometían dislates de organización. Sumado al estupor por el hecho, sobre el rock cayó un manto de silencio. Y a su alrededor, la derecha argentina encontró una herramienta poderosa para ese viejo objetivo de silenciar al rock y lo que representa, limarle las asperezas y convertirlo simplemente en una mercadería más.
En el suplemento NO de este diario, el 6 de enero, casi cuarenta personas relacionadas con la escena quisieron exorcizar lo que sentían. Hubo expresiones de dolor y expresiones de deseos de que todo debía cambiar, pero a partir de allí la discusión tardó en llegar, y cuando asomó fue condicionada por una especie de defensa corporativa. A medida que se animaban a hablar los referentes más grandes del rock de masas, se fue repitiendo el concepto de “le podría haber pasado a cualquiera”. Las falencias de seguridad afectaban a todos, sí, pero no todos los músicos y managers se manejaban con la misma irresponsabilidad que Callejeros. Cromañón tiene directa relación con la futbolización que llevó a que el espectáculo del público, sus banderas y bengalas, fuera considerado tan importante como lo que sucedía en el escenario. La fiesta no era fiesta si el público no exhibía poder de fuego y movilización. Lo curioso es que, meses después, el concepto sigue arraigado: es común leer en los foros de Internet a fans decepcionados porque los primeros shows de La Renga o Los Piojos, tarde en el año, ya no fueron lo mismo. En la Bombonera, hace sólo unos días, Andrés Ciro debió pedirle a su público que “la cortara” con los tres tiros, recordándoles la actitud y el respeto necesarios.
En 2005, el rock argentino se despidió de la iconografía más peligrosa del fútbol, pero no fue lo único que sucedió. En el medio del horror y la desesperación por todas esas muertes, todos esos jóvenes que arrastrarán las consecuencias por siempre, la reactivación económica encontró su capítulo en la industria del espectáculo. Y se produjo una paradoja conocida: los años ’90 también fueron pródigos en orquestas al palo mientras el barco se hundía sin remedio. Y así florecieron los megafestivales de todo tipo y factor, las visitas resonantes, que operaron de manera inversa al célebre dicho: el bosque no dejó ver el árbol. Los múltiples escenarios de esos festivales tuvieron la sana intención de abrir un espacio a todos esos grupos que no encontraban dónde mostrarse, pero a la vez operaron con el mismo espíritu chupasangre del viejo bolichero que caminaba a los músicos con Sadaic, la luz y el sonido. Los celulares en alto –indicador, como los precios de las entradas, de otro poder adquisitivo– reemplazaron a las bengalas, como queriendo enviar una imagen de público redimido y sabio, la luminaria celeste en son de paz. Y en todos lados brillaron los carteles, los que mostraban bien claro la puerta de emergencia y los que gigantomostraban las innumerables virtudes del sponsor.
El sponsorship no es un fenómeno nuevo –basta recordar antigüedades como el Derby Rock Festival–, pero en el post Cromañón sirvió como certificado de garantía, como opción respetable al tugurio estigmatizado en el boliche de Once. Siempre es bienvenido aquello que apunte a mejorar las condiciones de un show o un festival, pero la tendencia fue a la vez dándole forma a un rock oficial que reactiva la vieja oratoria del Indio Solari (el único que se atrevió a decir que no le molestaba si su público encendía bengalas en La Plata) hablando de los rockeros bonitos, educaditos. Iniciativas como el movimiento Músicos Unidos por el Rock (MUR) intentaron una variante, y muy lentamente comenzaron a reabrirse lugares. Pero –otra vez: Cromañón es todos los días– si en el aire del rock flota una sensación ambigua y depresora, no es por la falta de bengalas sino porque no hay manera fácil de resolver el después.
En los meses previos al incendio, el rock argentino había encontrado el mejor remedio a la ola de piratería que desangraba los ingresos –de por sí exiguos– por los discos editados. Como dijo alguna vez el saxofonista Sergio Rotman, “a mí nadie me puede convertir en MP3 y ponerme a tocar en el escenario”. Las muertes de Once truncaron también ese proceso y así es como este año hubo otra parte de protagonismo que se llevó Capif, la cámara que nuclea a las cuatro compañías multinacionales y 19 sellos independientes: en vez de celebrar el contacto directo entre los artistas y su público, su buena salud artística, la diversidad de géneros y mutaciones, el foco volvió a la “guerra” antipiratería, las cifras, la pérdida de dinero de venta de productos. El crecimiento de un 20 por ciento en las ventas de la industria discográfica, así como las fabulosas cifras de asistencia a los megafestivales, no significan nada para los artistas más afectados por lo sucedido en República Cromañón. No son suyos los discos que se venden –porque la gran industria suele ser bastante impermeable a grabar y difundir apuestas nuevas, y cuando lo hace sólo le deja al artista las migas–, ni son suyos los ingresos por tanto gran cartel, ni les sirve de mucho tocar a las tres y media de la tarde frente a cinco amigos y cuatro tempraneros desinteresados.
El año se termina, es 30 de diciembre y el rock anda medio torpe con las herramientas para darle forma a una nueva escena. La cultura ha debatido y mucho en estos meses, pero las respuestas más sensatas deben surgir de ese mismo corazón donde se produjo la muerte. Así como aquel enfrentamiento entre “los que fueron al Festival de la Solidaridad” y lo que no se resolvió con el tiempo y desde el interior del rock, los músicos, el público, las áreas de producción, la prensa, todavía tienen mucho por recorrer. El día que Cromañón sea sólo un aniversario y no un asombro, un enigma, un dolor de todos los días, podrá decirse que los vientos de cambio llegaron.