EL PAíS › OPINION
La gran ilusión
Por James Neilson
Desde hace por lo menos medio siglo, buena parte del mundo ha compartido la ilusión de que a los países pobres les sería fácil emular a los ricos con tal de que llevaran a cabo algunas reformas relativamente sencillas. Parecía lógico porque, además de no tener que inventar nada y de recibir regalos, inversiones y ayuda técnica, los pobres tenían la ventaja de contar con poblaciones más jóvenes, salarios muy bajos y, en muchos casos, recursos naturales abundantes. Sin embargo, como hemos descubierto, el desarrollo material no es fácil en absoluto y todos los esfuerzos por distinguir los factores que son imprescindibles para lograrlo de los meramente anecdóticos han fracasado. Y para colmo, los países avanzados siguen evolucionando a un ritmo vertiginoso: la “normalidad” es un blanco móvil.
Es evidente que para desarrollarse económicamente los países latinoamericanos tendrán que cambiar muchas cosas. Pero, ¿cuáles? y ¿cuántas? Si el desarrollo será imposible sin una revolución cultural, ¿significa esto que los latinoamericanos tendrán que optar entre reciclarse en sajones o japoneses y resignarse a la miseria? Puesto que nadie sabe muy bien las respuestas para tales interrogantes, hasta a los partidarios locales de modalidades claramente lunáticas les es dado convencerse de que el clientelismo, digamos, o el uso de bancos públicos para repartir millones de dólares entre los amigos, constituyen herramientas esenciales que andando el tiempo nos llevarán al paraíso primermundista.
A los funcionarios del FMI y del gobierno norteamericano les gustaría presumir que el colapso de la Argentina se ha debido a nada más que sus propias particularidades, sobre todo a la estupidez de sus políticos que hablan en un idioma desconocido en latitudes más civilizadas, porque de ser así no habría peligro alguno de “contagio”. Sin embargo, síntomas de una enfermedad muy similar ya han sido detectados en el Brasil y en otros países de la misma zona que dependen del capital extranjero. Pues bien: ¿qué hará Estados Unidos, dueño de una economía dinámica que es cinco o seis veces mayor que aquella de toda América latina, si su patio trasero se precipita en el abismo por el que está rodando la Argentina? La estrategia dura y resueltamente pasiva que ha adoptado George Bush junior porque no es capaz de pensar en nada mejor tendría algún sentido si sólo fuera cuestión de castigar a una jauría de populistas rabiosos y a los dispuestos a elegirlos, pero frente a una crisis tan enorme como la que con toda probabilidad está por estallar difícilmente podría ser más irresponsable.