Viernes, 14 de abril de 2006 | Hoy
EL PAíS › EL CORONEL ESPAÑOL PRUDENCIO GARCIA
Uno de los sociólogos militares más reconocidos, el coronel retirado Prudencio García, dialogó con Página/12 sobre el derrotero de las Fuerzas Armadas argentinas desde el retorno democrático y su relación con el poder civil.
“Cuando llegó Kirchner al poder, recuperó la autoridad civil”, señala el sociólogo militar Prudencio García. El coronel retirado del Ejército español –uno de los que apoyó la transición democrática– fue uno de los invitados a visitar el 24 de marzo la ESMA, sobre la que escribió en su libro El drama de la autonomía militar. Argentina bajo las Juntas Militares, publicado en 1995 poco después de la autocrítica del general Martín Balza. García dio cursos de derechos humanos al ejército salvadoreño por encargo de la ONU, de la que fue consultor, y es considerado uno de los sociólogos militares más lúcidos. En diálogo con Página/12, reflexiona sobre el lugar de los militares en la democracia.
–¿Qué cambios observó en las Fuerzas Armadas argentinas desde el final de la dictadura?
–En diciembre de 1983 se manifestó la firmeza del poder civil: Alfonsín anuló la autoamnistía, creó la Conadep y ordenó el procesamiento de las juntas, que fueron juzgadas en 1985. Ese fue un logro de la sociedad civil. Allí el Ejército vio que la impunidad total con la que contaba no se cumplía. Luego empezaron los síntomas de debilidad del gobierno radical y los retrocesos: la presión de un sector militar ultraderechista dio lugar a las leyes de punto final y obediencia debida, que dejó sin responsabilidad desde los coroneles para abajo. El Código Militar ya establecía la obediencia debida, y la sigue estableciendo mientras no se derogue el artículo 514. Esto implicó una intensa presión corporativa, que recuperó buena parte de la autonomía militar, y que también dio lugar a los indultos. Menem sacó a la calle a los 38 altos jefes que estaban procesados y a los seis que ya habían sido condenados. Esa fue otra claudicación tremenda del poder civil frente a la presión del corporativismo militar.
–¿La autocrítica del general Balza fue un punto de giro?
–Me entrevisté varias veces con Balza, que me explicó lo mucho que se redujo el número de efectivos militares. El número de tropas era ya extraordinariamente bajo en proporción al de cuadros de mando. Y el 25 de abril de 1995 acudió a la televisión y dijo aquello de que “delinque aquel que da órdenes inmorales y delinque aquel que las obedece”.
–¿Qué produjo esto al interior de las Fuerzas Armadas?
–El hecho de que el jefe del Ejército dijera esto repercutió sin la menor duda en los cuadros de mando: ya no era aquel Ejército que hacía lo que le daba la gana. Al mismo tiempo, 70 retirados presentaron un escrito justificando la represión. Hay que pensar que el Ejército no es una institución donde la gente pueda permitirse el lujo de exteriorizar libremente lo que piensa. Desde el punto de vista sociológico, un cambio es traumático en toda institución colectiva en la cual tengan importancia las convicciones morales. Si te han educado doctrinalmente para torturar y matar, porque crees en un código que dice que estás eximido por obediencia debida, y de pronto llega el jefe y dice: “Se acabó. Todo eso es criminal”, esto produce un shock moral. En tales casos la institución se divide en tres sectores: los que piensan que hay que cambiar, los que dicen que hay que mantener los valores antiguos y el tercero –siempre mayoritario–, que se caracteriza porque no se moja en ninguna de las dos aguas. Fue igual en España en lo referente al golpismo. Cuando se produjo la transición a la democracia estaban los golpistas y estábamos quienes queríamos un ejército con otras convicciones. Pero la gran mayoría del ejército se mantuvo calladito, hasta que se vio que el golpismo fracasaba.
–¿El segundo giro vino en 2004?
–Sí, ahí vinieron ya los cambios cualitativos más decisivos. Cuando llegó Kirchner al poder, hablando en términos de sociología militar, recuperó la autoridad civil. Descabezó la cúpula militar y envió a casa a cuarenta. El efecto fue que el Ejército se dio cuenta de que estaba al mando un individuo que actuaba sin ningún complejo en el campo militar. Esa es la clave: autoridad civil sobre el estamento militar. Luego ordenó retirar el retrato de Videla del Colegio Militar. Ese retrato lo podría haber quitado un conserje discretamente. Pero no. Este no es el estilo de Kirchner. Lo quitó en una ceremonia Bendini en persona. Eso tiene un valor simbólico gigantesco. Algún sector del Ejército dirá erróneamente: “¡Humillación!”, pero lo cierto es que, con ello, captan que es el acto de un verdadero comandante en jefe, que realmente manda. Y ese jefe ha decidido que el Ejército no puede tolerar en sus filas a un criminal como Videla.
–¿Ha habido actos así en otros ejércitos que usted estudió?
–No. No conozco algo así en ninguna parte. Otro tipo de ejércitos no necesitan recurrir a esos gestos como los de Kirchner, pero aquí es totalmente necesario. Porque la característica más dramática de este Ejército en gran parte del siglo XX ha sido una autonomía total, incluyendo el intervencionismo y el golpismo. Y después de 1983 se recurrió a la acción militar que modifica las decisiones democráticas, como fueron las rebeliones carapintada. Para mí, todo eso está definitivamente liquidado. Por primera vez hay un presidente que ha demostrado que asume el verdadero mando de las Fuerzas Armadas. Ya no sólo lo dice la Constitución, porque lo decía también para De la Rúa y Menem. Ahora, además, es verdad. Hay un cambio cualitativo en la Argentina. Esto se ha reafirmado nuevamente con la reparación al coronel Juan Jaime Cesio y con el discurso contra los indultos, nada menos que en el Colegio Militar.
–¿Cuál fue el cambio cualitativo?
–Consiste en que la clase política está tomando conciencia a gran velocidad de lo que significa la supremacía del poder civil, emanado de las urnas, sobre el estamento militar. Es un avance imparable del poder civil. Y así tiene que ser para que haya democracia en cualquier parte: un grupo de civiles desarmados ejerce el mando sobre una institución armada hasta los dientes. Esto es algo que señaló Platón en el siglo V antes de Cristo. Y todavía funciona en la sociedad moderna aquello de “¿Quis custodiet ipsos custodes?” (¿Quién vigila a los vigilantes?), tal como preguntó Juvenal en el Senado de Roma en el siglo I después de Cristo. Alain Rouquié escribió en algún momento que lo verdaderamente chocante es que haya algún lugar del mundo donde el poder civil logre imponerse sobre el poder militar. La respuesta de las sociedades modernas a aquella vieja pregunta es que la sociedad civil vigila a “los vigilantes” (los militares de hoy) a través de unas leyes, que los colocan en su sitio, y los militares se autovigilan a sí mismos a través de unas adecuadas convicciones morales. Renuncian por convicción a la ocupación del poder y a oprimir dictatorialmente a la sociedad civil. Mientras no se estudie esto en las academias militares, mal asunto en cualquier lugar del mundo.
–¿Que análisis hace del caso de espionaje militar de la marina?
–Es absolutamente lamentable. Es una de esas cosas intolerables que ocurren sin conocimiento de determinado nivel del mando. Cuando surge a la luz una cosa de éstas, hay que actuar. En toda colectividad numerosa, como son las Fuerzas Armadas, pueden surgir conductas irregulares. Puede ocurrir en todos los ejércitos del mundo. Lo importante es que se reaccione diciendo: “Aquí no se toleran ese tipo de prácticas, y el que la hace la paga”. Al ejército canadiense nunca se lo había señalado como autor de violaciones de derechos humanos. Pero en una misión de paz de Cascos Azules en Somalía, en 1994, ocurrió que un grupo de paracaidistas canadienses torturaron a unos jóvenes somalíes porque les robaron comida. Y uno de ellos murió. La respuesta fue juzgar y encarcelar a los culpables, y disolver la unidad
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