EL PAíS › OPINION

Autorretrato a puro número

 Por Mario Wainfeld

Dos horas y cuarto largas insumió el discurso presidencial, que incluyó un aluvión de cifras. Néstor Kirchner lo propaló a su modo, torrencial, leyendo a buena velocidad mientras mechaba el texto con improvisaciones. Poca sorpresa hubo, no había por qué esperarla. El mandatario no es el hombre casi ignoto, el pingüino llegado casi de carambola que habló por primera vez ante la Asamblea Legislativa el 25 de mayo de 2003. Sus tópicos son conocidos, mil atriles mediante. Sus muletillas y sus obsesiones son comidilla en las tertulias de café y parte de las rutinas de los imitadores. Es el protagonista central de la política argentina, lo que torna válido o hasta inexorable que actúe un poco haciendo de sí mismo. Lo fue ayer, un Kirchner auténtico en el aluvión numérico (la fuerza de su gestión) y en sus morcillas intencionadas, fulminando a su bestia negra, la década del ’90.

Pompa y circunstancia: El recinto de Diputados, siendo el más adecuado, queda chico para la contingencia. Los senadores se apretujan en un hemiciclo talle small. Los ministros y Carlos Zannini (que será secretario pero ranquea más que casi todos ellos) se confinan con los jueces de la Corte y un par de uniformados en una suerte de, perdón, corralito. Pocos uniformes en la ceremonia, nulo color púrpura. La liturgia revela el desplazamiento escénico de ciertas corporaciones, un dato cuantitativo que se hace cualitativo. Los secretarios de Estado que no son Zannini van a los palcos del primer piso, que también albergan una considerable presencia de pañuelos blancos, otra novedad de la época.

En la línea de Paenza: Adrián Paenza viene preconizando, con considerable éxito editorial, que las matemáticas son ilustrativas y pueden ser divertidas. A su modo, Kirchner honra esa prédica: ama los números y los comparte a granel. “Escuché que el riesgo país había subido –confidencia con la sonrisa asomando a sus labios–, fui a la computadora, la abrí...” Mientras relata que los coeficientes (otra vez) le dan la razón tamborilea los dedos como si estuviera tipeando el teclado, tal cual hace docenas de veces al día.

El discurso, hábito de sucesivos gobiernos, es un empalme de textos preparados desde los ministerios. Zannini metió presión a los ministros desde hace un par de semanas y tuvo a su cargo la redacción final. Queda claro que movió bloques con su procesador de textos y trató de darle un sentido general. De cualquier modo, en el folleto preimpreso que se repartió en el Congreso (una tradición K) se nota dónde están las junturas de los retazos. Algunas ideas fuerza se repiten, otras se mencionan aisladamente.

Morcillas: Kirchner se permite bromear sobre sus irrupciones. “Permítanme agregar algo, total el discurso ya lo tienen”. Y resalta sus obsesiones. Los noventa, en general. El Fondo Monetario Internacional (FMI), más en detalle. Los “economistas”, los “analistas”, “los gerentes” en comitiva. En menor medida pero jamás ausentes “los medios” y “los periodistas”.

De sus agregados seguramente el más llamativo fue la catilinaria al “hermano” Tabaré Vázquez. Fue inusualmente drástica si se supone que, tras las elecciones en Entre Ríos, advendría una reunión instada por el facilitador, en España, quizá a nivel de cancilleres.

La entrada más conceptual fue la defensa de la relación con Venezuela, compatibilizando el principio de la autodeterminación de los pueblos, la comparación con otros tiempos y otros aliados menos justificables, la justificación pragmática del lazo.

La audacia verbal máxima fue el “¡de acá!”, respuesta imaginaria al intento de sumar al FMI a la mesa de negociación por la deuda con el Club de París. No hubo gesto acorde, casi no hizo falta.

Los nenes con los nenes: El sistema político expuso su fisiología con franqueza. Los opositores no aplaudieron nada. Ni siquiera Hermes Binner, el más tolerante y sistémico. Los senadores Carlos Menem y Adolfo Rodríguez Sáa, ex presidentes, pegaron el faltazo. Elisa Carrió hizo lo propio. Mauricio Macri llegó bastante tarde, una hora y media después de lo pautado. El presentismo parlamentario no es su fuerte.

Los oficialistas aplaudieron en los momentos apropiados. No llegaron muchas veces a la ovación, tal vez poco estimulados por el estilo presidencial, tal vez abrumados por la longitud del discurso o distraídos por la lectura que todos hacían en simultáneo. Las invectivas antinoventistas conmovieron al aplausómetro. Un observador desprevenido podría interpretar que la mayoría de los diputados y senadores peronistas pasaron esa etapa infausta en la sociedad civil, en una ermita o en la resistencia. No fue exactamente así, pero nada (ni la introspección ni una pizca de vergüenza) aplacó el fervor de los que honraron a otros dioses ayer, en la hora de la epifanía.

Items: Las reservas fueron mentadas dos veces. En ambas el Presidente recalcó que la información era fresquita. El desendeudamiento, el crecimiento, la merma del desempleo y de la pobreza, la obra pública, la reindustrialización, la Ley de Educación, la política de derechos humanos desfilaron por los labios del Presidente. Número más o menos se trata de una enumeración aplastante que explica por qué la oposición trata de hacerse fuerte en ejes republicanos.

Kirchner, cómo impedirlo en tamaña tirada, incurrió en furcios y en neologismos. Llamó “gorritos amarillos” a los cascos de los trabajadores industriales o de la construcción cuya resurrección festejó. Y renegó de los que piden “políticas heterodoxas” queriendo decir ortodoxas. Se pintó recurrentemente como “humilde”, en general para connotar debates en los que se lee ganador, incluidas las cuitas con Uruguay. Como le cuadra, los tropiezos y las reiteraciones no obturaron la comprensión del discurso. El kirchnerismo se muestra como una fuerza que hizo mucho, que cambió tendencias, que puede poner sobre la mesa mil datos a su favor. Más números que palabras, dirán sus seguidores, un clásico del peronismo.

Los amantes de las sutilezas descubrirán que Kirchner aludió al “peligro de crisis energética” coqueteando con una expresión prohibida en sus filas, pero más allá de alguna minucia, lo suyo fue repetir su mensaje, sus indicadores (desde el coeficiente de Gini hasta las reservas, pasando por los diez aumentos a los jubilados). Un repaso, una puesta al día antes que una novedad.

Colores, besos: El platinado sigue teniendo su éxito en las peronistas de la nueva política, aunque el kirchnerismo ha agregado mujeres con atuendos menos brillantes que las menemistas. Las corbatas de los compañeros son menos restallantes que antaño. Los diputados de la CTA, más allá de su diáspora partidaria, concuerdan en soslayar la corbata: Lozano, De Petris, Macaluse.

Si de colores se trata, es envidiable el tono miel del pelo del diputado Borocotó, seguramente natural. También generan celos las profusas cabelleras de Carlos Ruckauf y José Manuel de la Sota, pruebas patente de que la reactivación derrama en aspectos inopinados de la realidad.

Los saludos previos a la tenida también ilustran lo suyo. Julio De Vido, por caso, estrechó las manos de Jorge Busti y De la Sota de modo perpendicular, como lo hacen los jóvenes y los basquetbolistas. Pero le dio un beso a Jorge Telerman, que prodigó saludos y aplausos. Fue previo a la transmisión televisiva, no tuvo gran repercusión, pero alimentará versiones en Palacio.

Recelos:Kirchner se diferenció del menemismo, de la Alianza, de la dictadura más vale. De ese pasado busca distanciarse, convencer de que ha marcado un punto de inflexión. También combate contra un espectro, al que alude menos, pero que conserva entre ceja y ceja. El del país sin moneda, con el poder político licuado, con el Estado inerte y desvalido. El de la reacción social furibunda, cualunquista, que se cargó dos gobiernos. El autorretrato que pintó ayer, el de una gestión hiperkinética plena de resultados, ratifica distancias con otros modelos, pero busca ahuyentar el fantasma de la ingobernabilidad y la impotencia estatal. Ese cuadro de situación que, paradójicamente, catalizó su llegada a la presidencia y que, aunque no lo diga con cifras o con glosas, es la recaída que más teme.

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Imagen: Ana D’Angelo
 
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