Lunes, 9 de abril de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Pablo Seman *
No hay “la memoria”, como suele abusarse últimamente. Hay efectos de memoria, que se construyen desde el presente, desde situaciones que interpelan el recuerdo, su construcción y, también, la creación, la capacidad de vivir entre el olvido y la memoria.
La pretensión de “la memoria” a veces se engaña. Por ejemplo, cuando comandada por la necesidad de dar cuenta de la tragedia proyectamos sobre los ’70 heroicidades absolutas e incuestionables. Allá los que quieran estatuas y no padres, hermanos, hijos, entrañables, amados, militantes y siniestramente ausentados (como lo dijo Valeria Sobel, en estas mismas páginas, no es fácil una muerte sin cadáver). No se trata solamente de psicología: el recuerdo idealizado obstaculiza la elaboración de una tradición política que, a pesar de sus errores, acierta siempre en su lucha contra las disimetrías brutales que signan al país. Una tradición que, por eso, no se merece un tratamiento infantil. Así no se trata de adherir a la teoría de los partidarios del empate moral –te cambio una culpa por otra, un demonio por otro–, un simplismo de signo inverso al que critico, sino de deslindar política y religión.
Pero si la práctica de la memoria se engaña por amor, también puede engañarse por rabia de haber amado. Alguien, recordando los ’70, deploraba los ánimos de la agrupación a la que había pertenecido, por que, según él, sólo podían imaginarse su verdad en la proa de la Argentina. Les endilgaba una especie de conciencia pequeño-burguesa expresada en la incapacidad de espera. Una crítica, diría yo, pequeño-burguesa, porque ese crítico no parece haberse enterado nunca de que sólo una de las raíces de la dinámica que en los ’60 y ’70 conmocionó a la Argentina, es la que él refería de forma despiadada, envaneciéndose con la provocación tanto como antes con el compromiso. También había reclamos frente a iniquidades tan infames como las que podríamos denunciar ahora, y en las que se larvaron reacciones políticas de un espectro cuya amplitud es necesario recuperar para tener alguna dimensión de lo que pasó.
Y esos reclamos, que son los que no entiende ahora la derecha violenta, son los que se encarrilan a partir de otras memorias. Es aquí que, pese a todo lo que hay de imposible de decir de los hechos de Neuquén, hay efectos de memorias de otro tipo que son reveladores. El piquete es un arma sabia: logra fuerza para los que no tienen casi ninguna, y pone en cuestión las jerarquías de los derechos que se ocultan bajo el aparentemente neutral, pero socialmente interesado e insidioso “los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás” (¿quién definió esos derechos, las relaciones que los unen, las jerarquías que los organizan?). No es por nada que, gracias a los piquetes, los sectores subalternos de la Argentina, en su época de mayor debilidad histórica, consiguieron, a pesar de ello, cambiar la agenda de una sociedad que tenía por principio ignorar sus demandas.
Acá los subalternos de cualquier especie bloquean caminos porque dirigentes de toda laya bloquean mandatos o, en la indefinición de los mismos, imponen oscuramente definiciones o ejercen bloqueos menos visibles, pero no menos lesivos de los derechos de los otros. El piquete está hecho, justamente, de otra forma de memoria: interioriza en las acciones, más allá de los ritos recordatorios, conclusiones históricas sobre tácticas, estrategias, luchas, derrotas y victorias. El piquete fue la forma que tuvieron y tienen amplios sectores sociales para articular el conflicto social a distancia de la guerra y de la inocuidad. Claro, el piquete no nace sólo de la memoria sino de la capacidad de tomar nota del presente, asumiendo que en las tareas de hoy no todo ha sido dicho por los antiguos. Pero, además, un efecto de memoria está presente, en las constricciones y en las opciones que tuvieron esta semana Moyano y Yasky.
Otrora, un grupo que se autodenominaría vanguardia, pretendiendo ejercitar un “acompañamiento” a la lucha, hubiera ejecutado, al gobernador, al jefe de policía, al ministro de Educación. Quebracho remedó ese gesto y aun así redujo la acción a las simbólicas piedras. Lo mayoritario es que en medio de una agresión banal y asesina, unas organizaciones sociales convocan con un paro a un clamor que muestra que hicieron suyo el valor de la democracia como régimen que excluye la producción de muerte en la producción de política. El que no olvida, que si no fuera porque es políticamente responsable, sería un pobre diablo, es Sobisch. Quiso montar una represión como muestra electoral, como si fuera un intendente que inaugura una escuela y armó una catástrofe. Pero, lamentablemente, no es él solo. Lo que hizo lo hizo para seducir a la parte de la población que, tras su indignación por los recortes de las libertades camineras, revela cuanto no ha incorporado a su acervo político el valor supremo de la vida y pide toda la muerte que le sea posible pedir en público. Ellos sí que no olvidan y se muestran incapaces de dejar en el pasado guardias blancas, ligas patrióticas, tres A y dictaduras varias: en su obstinación y su apego al pasado, la derecha social y política de la Argentina es un mundo éticamente penoso.
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