EL PAíS

Una recorrida por Teherán entre velos e imágenes que impactan

La capital iraní vista con ojos argentinos. La vestimenta de las mujeres y sus diferentes significados. El orgullo de los iraníes por la limpieza de sus plazas. Los nuevos símbolos de la ciudad y los recuerdos de los conflictos pasados.

 Por Martín Piqué
desde Teherán

Alguien hubiera dicho que estaba preparado, que era parte de un guión que habían escrito pensando en la llegada de un grupo de periodistas argentinos. El domingo a la madrugada (sábado a la noche de Buenos Aires), un sonido uniforme y gutural recibió a los recién llegados que habían dejado atrás la manga del avión de Alitalia. Era un canto persistente con un leve timbre de cuerdas que lo hacía más agudo. El traductor iraní Mehdi Bizari no pudo evitar la sonrisa. Era el primer llamado a rezar de la mañana. Enseguida llegó la sorpresa. Ni una de las empleadas del aeropuerto, todas con el chador negro o un fular de color en la cabeza, interrumpió sus tareas para inclinarse hacia La Meca. Tampoco lo hizo ninguno de los iraníes que llegaban de Milán. “Los únicos que paran todo para rezar son los saudíes”, comentó Bizari, médico egresado de la UBA y con años de residencia en Buenos Aires. “En Arabia Saudita interrumpen cualquier cosa. De ahí salieron los talibanes y Al Qaida, pero Estados Unidos los banca igual.”

El comentario encerraba un sutil esfuerzo de diferenciación, buscaba subrayar las particularidades de Irán, un país milenario.

Las cinco horas desde Milán a Teherán habían mostrado un pequeño anticipo de esas diferencias. Desde el aeropuerto de Malpensa hasta el interior del avión no se habían visto largas túnicas negras ni velos, mucho menos turbantes. Los prejuicios del argentino medio se habían visto defraudados. Los pasajeros vestían a la europea, las mujeres llevaban trajecitos entallados y pantalones. Cuando el avión comenzó a descender sobre las tierras áridas que rodean a Teherán en los asientos, se empezó a ver movimiento de carteras. Primero en italiano, luego en inglés, la encargada de a bordo anunciaba por el altavoz que “según las reglas que imperan en la República Islámica de Irán todas las señoritas debían cubrirse la cabeza”. Las pasajeras, iraníes o no, obedecieron con naturalidad y aprovecharon para retocarse el maquillaje.

Con el paso de los días se aprenden las distintas formas en que se puede llevar el fular –en farsi lo llaman jehab– y lo que cada variante significa. Están las mujeres que se cubren todo el cuerpo y la cabeza con túnicas y velos negros, son las más religiosas, entre ellas hay universitarias e intelectuales. La mayoría, sin embargo, lleva sólo un fular que se anuda en el cuello. En general son muy coloridos, muchas veces las portadoras se lo colocan desde el medio de la cabeza hacia atrás. Es un descuido estudiado que les permite mostrar una parte del cabello y las orejas adornadas con aritos. Es una expresión de coquetería, también de cierta indiferencia ante las reglas establecidas tras el referéndum de marzo de 1979 y el posterior referéndum constitucional que instauró el sistema de gobierno: una república islámica tutelada por las autoridades religiosas.

Salir del aeropuerto fue todo un impacto. Eran las cuatro de la madrugada y la temperatura llegaba a los 40 grados. Enclavada al pie del monte Alborz y en medio de tierras tan áridas donde sólo crece pasto por el regadío y el sistema de acequias, Teherán no da tregua en ningún momento. Sobre todo a los extranjeros. Para sobrellevar el verano, los habitantes de la capital tienen sus pequeños rituales. Todas las noches, familias enteras se instalan con comida y bebidas en los parques y plazas de la ciudad. Se quedan sobre el pasto hasta entrada la madrugada. Uno de los orgullos del municipio de Teherán (antes de ser electo, el presidente Mahmud Ahmadinejad fue alcalde de la capital) es la limpieza y el orden de las plazas. El contratista privado que tiene a su cargo la preservación de los parques debe limpiar todo antes de que comience la nueva jornada laboral. El compromiso es que a las 7 de la mañana no haya restos de basura ni alimentos en el césped. El compromiso se cumple.

Las plazas y los jardines tienen un lugar importante en la cultura iraní. Son un recuerdo del pasado persa, como aquellos jardines de Babilonia que ya son leyenda. Los iraníes están orgullosos de haber logrado hacer crecer árboles, césped y flores sobre tierras extremadamente áridas. “Sienta el delicado espíritu de los jardines iraníes”, publicitan los folletos que entre otras cosas recomiendan visitar el parque Hasht Beheshtand Chehel Sotun de Isfahan, la ciudad turística por excelencia.

El paisaje de Teherán es raro. Combina edificios altos, letreros luminosos en farsi (la lengua que habla el 52 por ciento de los iraníes, comparte algunas grafías con el árabe, pero es hablado por la mayoría persa), algunos pocos letreros en inglés (como el de Persian Bank, principal banco del país) y el caos de tránsito típico de las urbes descentralizadas y cruzadas por autopistas. En las paredes se ven murales con los rostros del ayatolá Jomeini y su sucesor, Khamenei. A primera vista se ven pocas mezquitas y minaretes. Lo que llama la atención es una altísima y delgada torre que en la punta tiene antenas de radio y televisión. Recortada delante del monte Alborz, en la noche permanece toda iluminada. “Va a ser el nuevo símbolo de Teherán”, comentó el traductor Bizari. Hasta ahora ese privilegio lo ha tenido el magnífico arco con líneas oblicuas que se hacen rectas hacia el cielo y que reina en la plaza Azadi. Está siempre iluminado, acompañado por una fuente.

El Hotel Laleh (ex Intercontinental) es uno de los cinco estrellas de la capital. Los funcionarios de la Cancillería iraní lo eligieron para alojar a los periodistas argentinos. Los encargados del hotel retuvieron los pasaportes de los visitantes. “Es muy común en el barrio”, tranquilizó el encargado de Negocios argentino en Teherán, Mario Quinteros. El Laleh es un hotel lujoso, pero algo entrado en años: en sus paredes se ven recreaciones doradas de las águilas y los leones del imperio persa. “Hasta hace unos años no gustaba mucho todo lo persa porque el sha solía adornar todo con esos símbolos. Estaba mal visto. Con Khatami (Mohammad, ex presidente) se volvió a usar”, contó Bizari.

Laleh significa tulipán en farsi. El hotel lleva ese nombre en homenaje a una región del sur de Irán, donde solía crecer la flor típica de Holanda. “En ese lugar logramos detener la invasión de Saddam Hussein”, explicó el traductor. No pasó mucho tiempo hasta que Bizari se convirtió en un personaje misterioso. Contaba en cuotas experiencias y anécdotas de su vida. De 45 años, dijo haber combatido en la guerra contra Irak que comenzó en septiembre de 1980 y dejó un millón de muertos de ambos bandos. En aquellas trincheras mesopotámicas los iraquíes usaron armas químicas. “Todavía hay gente que muere por esas armas”, aseguró Bizari mientras los autos de Cancillería recorrían las calles nocturnas de Teherán (las malas lenguas dicen que en las sombras se ejerce la prostitución y que se consume heroína y otros derivados del opio). “En Irán no tenemos la bomba atómica, pero sí tenemos un secreto que no tiene ni Estados Unidos –comentó con aire intrigante el traductor–. Sabemos cómo contrarrestar los efectos de las armas biológicas.” El comentario se terminó allí. Irán parece ser eso: una combinación de cosas a medio decir y otras calladas, una mezcla de imágenes impactantes y otras que se ocultan detrás de un velo.

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En las paredes de Teherán se ven murales con el ayatolá Jomeini y su sucesor, Khamenei.
 
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