EL PAíS › MARIO RAPOPORT, HISTORIADOR Y ECONOMISTA
Lo que dejó el menemismo
Con dureza, mide las consecuencias de la década de Menem en la organización de nuestra sociedad. El divorcio entre políticos y personas, el rol de las consultoras, la transnacionalización, la rara vida interna del justicialismo y la armazón íntima del nuevo poder en la Argentina.
Por Washington Uranga
y Natalia Aruguete
–¿Cuál fue la estrategia político-ideológica del menemismo?
–La conversión del viejo movimiento peronista, popular, integrador y desarrollista en una perversa maquinaria político electoral, conservadora y neoliberal. Durante la década del 90 el menemismo se transformó en el primero y único partido conservador de masas que pudo generar la clase dominante en todo su historia. Un partido capaz de aglutinar y representar un nuevo tipo de alianza entre clases sociales anteriormente opuestas e imponer, con apoyo popular, el proyecto económico devastador que estamos padeciendo. Para identificar las causas de esa gran mutación hay que tener en cuenta cómo fueron cambiando las relaciones de predominio entre los diversos sectores sociales durante las décadas anteriores, cómo se expandieron las ideas neoliberales en el mundo y en la región y cómo se modificaron las condiciones de desempeño de la política en nuestro país a partir de la instauración del régimen democrático.
–¿Qué características tuvo ese cambio?
–Se instala, por primera vez, una fuerte contradicción entre el proceso de empobrecimiento y exclusión social provocado por ese nuevo tipo de capitalismo salvaje y depredatorio y el renovado proyecto igualitario de participación ciudadana que aparece junto a la construcción de un nuevo tipo de régimen democrático, basado en la expresión de la soberanía popular. Esa contradicción que se halla presente de diferentes formas en todas las sociedades capitalistas democráticas se presenta como una disyuntiva: o la igualdad política trasciende su propio ámbito y se legitima promoviendo desde el Estado la disminución de la desigualdad social o la desigualdad se exacerba, como ocurrió en nuestro país, y se vuelven cada vez más incumplibles los postulados igualitarios de la proclama liberal-democrática.
–¿A qué procesos se refiere concretamente?
–A los cambios provocados por la ruptura de los antiguos pactos de representación político-electoral. Se disuelve el compromiso entre representantes y representados. Unos se van transformando en una corporación aislada y autosuficiente preocupada más en su perpetuación que en el desempeño de su función. Los otros ingresan en un proceso de descreimiento y desvalorización de la política como instrumento de resolución de conflictos o de satisfacción de necesidades. Administrada por esta nueva especie de partidos políticos corporativizados, la política va perdiendo su carácter público y participativo para convertirse en un espectáculo mediático-electoral donde la confrontación de perspectivas y de proyectos de los partidos es reemplazada por un frívolo desfile televisivo de candidatos despojados de ideas y de propuestas. El vaciamiento de la política pública y el cambio de rol de los partidos es la cara opuesta del predominio de las usinas ideológicas que alimentan un nuevo proceso de secretización y privatización de la política.
–¿Cuáles son esas usinas ideológicas?
–Las consultoras y fundaciones económicas que actuaron como una red y adquirieron un inesperado protagonismo durante esa época. Por su naturaleza no participan de la política pública, no tienen control de la gente ni apelan a la adhesión popular. Trabajan prácticamente en secreto, tomando iniciativas propias o estableciendo puentes entre los organismos internacionales de crédito, los dirigentes políticos y los funcionarios gubernamentales. Las grandes transformaciones que fueron impulsadas durante el menemismo fueron gestadas y mantenidas en secreto en alguno de esos ámbitos hasta que algún funcionario público las incluía en la agenda gubernamental y empezaban a tener estado público. Pero todo el proceso, que incluye la elaboración del diagnóstico, la construcción de alternativas, la discusión y confrontación, se hace en cenáculos que generan sus propios voceros. Esos voceros no son políticos sinoeconomistas y profesionales que pasan a constituir un influyente y calificado elenco de especialistas mediáticos dedicados a la difusión y justificación técnica, no política, de cada una de esas medidas.
–¿Cómo es ese proceso?
–Cuando los funcionarios gubernamentales le dan jerarquía política y pública a alguna de esas propuestas, aparece y se despliega un nuevo tipo de contradicción. Como las políticas neoliberales generadas en las fundaciones se nutren siempre de la expropiación y el despojo de algún sector de la sociedad, resultan por definición antipopulares y se contraponen con los intereses de los electores. Por esa razón no pueden discutirse y menos justificarse políticamente. El político que aprueba el proyecto del funcionario ligado a las fundaciones traiciona a quien constituye la fuente de su poder para utilizar ese poder a favor de sectores minoritarios que ninguna influencia tienen en la constitución y renovación de su mandato.
–¿Cómo se resuelve la contradicción?
–El representante político tiene que cubrirse con una estratagema. Como no puede justificar las medidas antipopulares que pone en práctica con los argumentos de quienes generan la política secreta y privada, adopta un nuevo tipo de ideología: el imposibilismo. El imposibilismo postula que tanto los ajustes periódicos como las medidas que producen despojo a los sectores populares no se adoptan porque sean beneficiosas para alguien sino porque las imponen las circunstancias, el poder o las crisis. Aunque son perjudiciales se adoptan para prevenir males mayores y porque no hay márgenes para diseñar o hacer algo contrario o diferente. Se ampara en la eterna lógica del mal menor. Cuando esta visión se impone sobre las restantes, toda la gestión política se basa en la definición del margen de “lo posible”.
–¿Cómo funcionó la teoría del “imposibilismo” durante el menemismo?
–Durante el menemismo, hubo dos etapas. En la primera, la justificación de las políticas de ajuste no necesitaron del imposibilismo, porque fue la etapa del crecimiento, la plata dulce, la prosperidad mañosa basada en las privatizaciones. Había una ideología menemista dominante. Eso empezó a descomponerse en el ‘95 y entró en un declive que desembocó primero en el imposibilismo puro y se abrió después en una gran variedad de discursos posibilistas diferentes. De cualquier modo, el auge mayor del discurso imposibilista se registra durante la gestión gubernamental de la Alianza. Es una ideología paralizante que genera inanición e impotencia. Produce un retroceso permanente.
–¿Hay alguna diferencia entre las estrategias del menemismo y las actuales?
–La variante que trae el duhaldismo a este sistema de funcionamiento es un nuevo discurso que pretende justificar una propuesta de cambio. Se plantea trascender el campo de lo posible y modificar la política de alianzas, pasando de una alianza con el sector financiero hacia otra con el sector productivo. Pero lo que iba a ser un proyecto de recuperación de la producción industrial se transformó en una escandalosa transferencia de ingresos a las grandes empresas mediante la “pesificación” asimétrica de deudas y depósitos bancarios afectados por la devaluación. Duhalde no advirtió que era imposible modificar las relaciones de poder con las mismas prácticas burocráticas y corporativas de antes. En la medida en que se quedaron gestionando de este lado del escritorio y pusieron al interlocutor en el otro, se dieron cuenta de que habían perdido poder. Y que los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre no habían transcurrido en vano.
–¿Cómo se articula el poder desde esta perspectiva?
–Hay que entender que el poder ya no se construye en base a la legitimidad que dan mandatos electorales vacíos. Esto se puede comprobarobservando en estos días el triste espectáculo que nos brinda José Manuel de la Sota, un candidato presidencial que viene a presentarse como una nueva especie de Fernando de la Rúa. Trae un libreto vacío, carente de ideas y propuestas y envuelto en un empaque formalista y cínico que no hace vibrar a nadie. Es realmente una caricatura de todo lo anterior. Y no por casualidad surge de dentro del peronismo, que es la única gran usina de la política corporativa que ha quedado en este momento. El gran misterio es de dónde extrae tanta energía política y tanta vigencia después de haber sido el gran responsable de la catástrofe que ahora estamos viviendo.
–¿Qué se puede decir de lo que estamos viviendo socialmente ahora?
–En este momento de “calma chicha” que estamos viviendo, nos entusiasmamos con el protagonismo popular que hubo en cada sector. Lo que nunca supimos es qué grado de representatividad tuvo. Uno recuerda la famosa definición de Perón. Un tiempo antes de las elecciones, la Unión Democrática hizo una manifestación impresionante en la ciudad de Buenos Aires. Cuando los dirigentes del nuevo movimiento le manifestaron su preocupación por esa masiva demostración de fuerzas, el General los tranquilizó diciendo “No se preocupen, muchachos. Ustedes contaron los que estuvieron afuera, manifestando en la calle, pero no tienen en cuenta a todos los que no fueron, a los que están adentro”. ¿No estaremos haciendo eso? De cualquier manera, todo lo que ha generado el campo popular es ganancia, significa un inmenso progreso para aquellos que queremos quebrar la actual hegemonía neoliberal. Se abrieron nuevas alternativas, pero son insuficientes todavía, tenemos muchas urgencias pero no sabemos hasta dónde podemos llegar.
–¿Qué rescata de la situación que se está viviendo?
–Ahora se plantea un antagonismo que es sumamente sano, que no involucra sólo a las ideas sino y sobre todo a la forma de hacer política y producir cambios en democracia. Esto es nuevo en la Argentina. Si alguien se plantea un programa tan modesto como el ARI, sabe que no lo puede implementar con el “modelo Duhalde”, poniéndose detrás del escritorio. Tienen que articularse con la CTA y con otras fuerzas sociales. Tiene que construir una nueva forma de poder político apelando al protagonismo social. El poder político ya no es representativo, no surge del consenso electoral, no lo da el voto. Hoy es más importante discutir el cómo construimos poder para correr el margen de lo posible que afinar las ideas y las propuestas de cambio. Hay un enorme sector de la sociedad que se pregunta “qué candidato voy a elegir que tenga capacidad de gobernar”. Es realmente un autoengaño.
–¿Cuánto influyó este modelo económico en la estrategia política que usted describe?
–La desocupación, el empobrecimiento, la exclusión y la decadencia social han generado dos reacciones diferentes. De un lado están los que se han movilizado: desocupados, trabajadores precarios, empleados empobrecidos y otros sectores precarizados y expropiados que han enfrentado políticamente la situación, intensificando la protesta y diversificando las formas de organización. De otro lado, la mayor parte de lo que queda de la clase obrera enrolada en la CGT oficial, convertida en una especie de rehén que ha decidido soportar un chantaje permanente por parte del sector empresarial, que amenazando con el despido y la desocupación ha disminuido salarios, cercenado conquistas y liquidado servicios sociales esenciales. Para no caer en el abismo de la exclusión acepta el empobrecimiento y reniega de la protesta social. No defiende sus conquistas, no genera conflictos de envergadura ni acompaña la lucha de otros sectores de la sociedad. En ese proceso se incentiva un proceso de despojo simbólico, de pérdida de identidad social y cultural. Se ha decidido que la mejor forma de sobrevivir es no hacer nada. –¿Qué particularidades tomó la política de achicamiento del Estado?
–Hoy el Estado perdió el grado relativo de autonomía y poder que tenía para conciliar intereses de todos los sectores. No actúa ni siquiera como buen árbitro de los conflictos intercapitalistas. Es incapaz de diseñar un mínimo plan estratégico para superar el estado de decadencia. Actúa en función de la presión que sobre él ejerce el grupo más poderoso. Aprovechando su estado de inanición el sector neoliberal se ha propuesto modificar el viejo eslógan de Martínez de Hoz: “Hay que achicar el Estado para agrandar la Nación”. Lo que propone ahora está en consonancia con su proyecto depredador: achicar al Estado para ponerlo a la medida de la Nación.
–¿Es posible que surjan nuevos actores sociales capaces de pelear poder?
–La situación actual de la Argentina se puede plantear como producto de la siguiente secuencia. Invasión, expropiación, resistencia y guerra. Utilizo la metáfora militar para que sea provocativa. Las guerras no son sólo de violencia física directa, sino que se puede producir mucha más violencia sin agredir físicamente en forma directa a nadie.
¿Ahora no se está agrediendo física y directamente a la población?
Supongamos que aún estamos viviendo en relativa paz, que la fase autoritaria no se asienta del todo. En los noventa hubo una invasión exterior que comenzó con las privatizaciones y se continuó con el traspaso de la mayoría de la grandes empresas a capitales extranjeros. El proceso de extranjerización no supuso sólo un cambio de manos, sino que generó la virtual liquidación del empresariado nacional, o sea de la clase dominante argentina. Algo que nos aproxima peligrosamente a las “factorías”, a las economías dirigidas desde afuera en función de procesos de acumulación externos, donde no existen ni tienen posibilidades de crecer las burguesías nacionales.
–En este contexto, ¿qué significa la venta de la petrolera Pérez Companc?
–La venta de Pérez Companc fue el último eslabón de un proceso total de extranjerización, tendiente a producir excedentes en nuestro mercado nacional para transferirlos, acumularlos y reinvertirlos en el exterior. La consecuencia es el exterminio, producto de una invasión y una guerra no declarada que ha destruido la economía y ha generado 18 millones de pobres y 9 millones de indigentes. Todo forma parte de un proyecto destinado a que sobreviva relativamente bien un tercio de la población mientras se confina a los dos tercios restantes a la pobreza indigente y a la exclusión. Se despliega frente a nosotros una paradoja aparentemente inexplicable: nuestra menguada clase dominante, fuertemente imbricada y comprometida con el proyecto colonizador tiene, por primera vez en su historia, a su disposición un partido conservador de masas como el justicialismo y no lo puede utilizar. No sabe cómo nutrirlo de ideas ni qué hacer con él porque ya no tiene un proyecto.
–¿Qué hace falta para superar la situación de crisis?
–Si concebimos la crisis como una situación de guerra nos ubicamos en una situación extraordinaria, de emergencia, donde es necesario subordinar el destino individual a la posibilidad de sobrevivencia del conjunto social. No es posible desarrollar un proyecto individual si no se lo articula a un proyecto social. Creo que Lilita Carrió intuye esto, pero no lo puede plantear bien. Estamos en un cambio de época, pero no porque aparecen los signos ideológicos de esa nueva época, sino porque cambia la agenda. Debemos discutir mucho menos a quién votamos para plantear dónde, con quién y cómo participamos. Porque estamos en guerra es necesario comprometerse. Este es el gran desafío.
–¿Están dadas las condiciones para que se concrete este compromiso? –Yo creo que hay gente que lo está entendiendo. Pero cuando hay que producir los cambios, la situación es difícil y a veces vence la inercia. Primero hay que pasar a la resistencia y luego a la guerra, al enfrentamiento. Los comandos deben armar una red, de tal manera que una vez constituida tenga capacidad de constituir una alternativa de poder. Tenemos un enemigo que hay que vencer. Esto es lo que está confusamente en marcha. La marcha del 9 de Julio como culminación de un complejo proceso anterior ha significado para mí un gran avance. Se pudo frenar por ahora el intento de instalar una democracia autoritaria y represiva.
¿Ve una amenaza de golpe de Estado u otra forma de intervención militar?
La amenaza es cada día mayor. Por ejemplo, en los secuestros express se ve una explosión anárquica de rebeldía. Se trata de bandas anómicas que han perdido marcos de referencia y valores generales. Esto está produciendo un temor generalizado, porque no hay modo ni policial, ni judicial de controlar esto. Si esto se mantiene, se pasa del miedo al terror. El miedo puede generar actitudes defensivas, pero el terror es paralizante. En el contexto de un terror paralizante, las soluciones autoritarias que se están incubando en distintos núcleos sociales tienen gran capacidad de desarrollo. Gramsci decía que en situaciones de crisis orgánicas, donde las instituciones y los actores pierden sus marcos de referencia, la sociedad puede perder la capacidad de generar nuevas formas políticas superadoras. Cuando nadie tiene capacidad de imponer una estrategia que sea atractiva para el resto, la disolución social que genera y se alimenta de los conflictos no resueltos sigue avanzando con su propia inercia. La otra alternativa es que el crecimiento cualitativo de la protesta social y sus nuevas formas de politización pueden provocar el terror del desplazamiento en “los otros” y se imaginen formas autoritarias preventivas y sustitutivas. Me parece que esto último se está conversando cada vez con más frecuencia durante este último tiempo.