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Diario de la recesión
Por Andrew Graham-Yooll
Era linda y adolescente. Paró el carrito para cargar unos diarios viejos. El de arriba era un suplemento sobre el fotógrafo Sebastiao Salgado, el título “Bella Miseria”. Un camionero le gritó “¿queré cogé, cirujita?”, le tiró el camión encima y le volcó el carrito. La chica lo enderezó, puteó y empezó a cargar todo de nuevo. Todo el desconsuelo y la banalidad de la decadencia argentina estaba ahí. Los cartoneros y su estela de basura despiertan la bronca de los que barren las veredas a la mañana. Pero véanlo así: los cirujas eligieron reciclar en lugar de hacerse criminales, la otra carrera en crecimiento.
“Los mendigos del nuevo milenio son más jóvenes y mejor educados.” El título parecía hecho para enorgullecerse de la calidad de nuestros desesperados, para ablandar el golpe de nuestra caída. Las estadísticas dicen que el 45 por ciento de las personas están subempleadas o desempleadas, seis millones sobre 35 de población. La población económicamente activa no cambió demasiado en décadas. En los setenta era de diez millones, hoy es de trece. El “sector informal” rompe las estadísticas, pero también está en crisis: ya no se pagan veinte pesos por ir a las manifestaciones. Y ya no hay sandwich. Hoy son diez pesos, y al sandwich hay que conversarlo. Y diez pesos después de una devaluación del 250 por ciento no es mucho. La gente está contenta con cobrar y no dicen nada. La devaluación como forma de la censura.
Los pobres salen de noche, para que nadie los vea. Tampoco se ve mucho a los ricos que no se escaparon al exterior. Muestran que tienen dólares en el lobby de los hoteles caros, único lugar donde se sienten a salvo de la ola de crímenes que ya se cobró cientos de vidas, incluidos 67 policías en el primer semestre del año. El año pasado entero, fueron 55. A nadie le importan los policías muertos. Los odiamos tanto durante la dictadura que ya no hay ni pena por sus muertes. Nos olvidamos que la policía representa al nivel de orden de una sociedad, y si los policías son corruptos, ignorados o muertos, no representan ningún orden. Como ahora.
Se puede cruzar rápido la ciudad. No hay tráfico, el aumento del combustible dejó los autos en casa. Casi no se ve a los nuevos pobres, la clase media en desaparición. Algún día los argentinos tendremos nuestro George Grosz, el dadaísta alemán que dibujaba a los ricos y los militares de la década del veinte gordos y con anteojos, y a los pobres como cadáveres ambulantes. Los pobres son como los desaparecidos. No se habla de ellos hasta que te avisan que se puede. Después vamos a decir “yo conocí a uno... ¿cómo? ¿no sabías?”, como lo hacíamos en los ochenta, después de los tiranos. Algún día después de 2010, cuando preparemos los festejos del segundo centenario, sacaremos a la libertad de palabra de su calabozo y hablaremos de los pobres, como una vez hablamos de las atrocidades.
Pero tal vez nunca hablemos de los pobres de clase media, demasiado vergonzante. Su destino parece mucho peor porque no pueden revolver la basura. La clase media se morirá de hambre por esa enfermedad llamada dignidad. No saben cómo ser pobres. Un biólogo que perdió su trabajo y su departamento cuenta que los caídos de la clase media envuelven lo que queda de su dignidad en un traje y pasan la noche en Aeroparque. Duermen unas horas en las nuevas instalaciones, calientes, secas y sin las pulgas de los linyeras. Llevan una valija con rueditas, se mezclan con los pasajeros y tratan de aparentar que perdieron su vuelo. Perdieron mucho más. El biólogo desempleado jura que no miente.
Si no quieren creerle, refúgiense en un restaurante elegante, lleno por completo a mitad de semana. Es la otra Argentina, la rica de la que nos gusta hablar, que ayuda a negar que hay hambre, que los chicos se desnutren, que dejan la escuela para mendigar comida, ni siquiera monedas. Apenas hablamos de los pibes con hambre. El hambre como forma de censura. Quedan algunos apoyos. Hay un grupo para los familiares de los jóvenes que emigran. Los parientes se portan como deudos: éste era un país de inmigrantes. El hospital Alemán hizo un seminario sobre “la prevención de la depresión en un país en crisis”. El Pirovano ofreció un curso de supervivencia. Los diarios publican consejos para los que tienen que pagar un rescate.
Una mujer fue al Durand para que le saquen un bulto de un pecho y lo analicen. El médico le dijo que tenía que llevar la muestra ella misma, porque no había enfermeros. No podía llevarse la jeringa porque, aunque era descartable, había que volver a usarla. Pusieron el tejido en alcohol en un vasito de plástico y dos tubos vacíos de redoxón, y ella la llevó abiertos, en la lluvia, al laboratorio subterráneo que luce un cartel: “Las tiroides se aceptan sólo hasta el mediodía.”
Es normal, dijo el médico. Si quieren ver verdadera decadencia, vuelvan a ver “Titanic” del diez de mayo, cuando un taxista fue ridiculizado por devolver 17.000 pesos que una mujer se olvidó en su auto. No le dio propina. La burla en televisión como forma de censura.