EL PAíS › OPINION

Oportunidad a contramano

 Por Washington Uranga

El 9 de octubre pasado, el sacerdote Christian von Wernich fue condenado por delitos de lesa humanidad. Ese mismo día, la Conferencia Episcopal Argentina dio a conocer un tibio comunicado en el que, fiel a su línea argumental, insistió en que el cura actuó “bajo su responsabilidad personal”. En consecuencia, para los obispos no hay responsabilidades institucionales. Al día siguiente, y después de recibir varias presiones por parte de otros miembros de la jerarquía católica, el obispo de 9 de Julio, Martín de Elizalde, pidió “perdón” en nombre de la Iglesia por los delitos de Von Wernich, pero pateó la pelota para adelante respecto de las sanciones al cura violador de los derechos humanos. “Oportunamente se habrá de resolver, conforme a las disposiciones del Derecho Canónico (la ley eclesiástica), acerca de la situación de Christian von Wernich”, escribió entonces el obispo. Esa oportunidad todavía no llegó y el cura encarcelado sigue ostentando su condición de ministro religioso. Vale la pena preguntarse qué otras pruebas necesita la Iglesia y, en particular, el obispo de 9 de Julio para tomar medidas contra quien, como ha quedado probado, contradijo no sólo las enseñanzas fundamentales del Evangelio sino que atentó contra la vida que la Iglesia defiende con tanta vehemencia en otros casos. A menos, claro está, que el obispo Martín de Elizalde considere que, como piensa Von Wernich, la Justicia actuó con sentido político y por venganza, y que todo lo realizado por el ex capellán de Ramón Camps no fue sino una contribución más para “salvar” almas. Lo cierto es que, hasta hoy, Von Wernich sigue siendo sacerdote de la Iglesia Católica con todas las atribuciones y reconocimientos que ello implica. Podría decirse que “oportunamente” el obispo Martín de Elizalde está dejando transcurrir el tiempo sin tomar medidas, seguramente porque considera que la grave y categórica conclusión de la Justicia al condenar al cura no es fundamento suficiente para generar sanciones eclesiásticas.

Distinta es la actitud de la misma Iglesia frente a otras situaciones. El 12 de octubre, un sacerdote italiano fue suspendido por admitir en público su homosexualidad. El vocero del Vaticano, Federico Lombardi, dijo entonces que “las autoridades vaticanas tienen que intervenir con decisión y severidad ante un comportamiento no compatible con el servicio sacerdotal y la misión de la Santa Sede”. Medida ejemplarizadora, podría decirse. El 26 de octubre, el obispo de Padua (Italia), Antonio Mattiazo, suspendió a divinis (medida que le impide ejercer el ministerio sacerdotal) al cura Sante Squotti (41 años) por haber admitido públicamente estar enamorado de una mujer. “No puedo tener un hijo, ni casarme –dijo el cura–, pero puedo enamorarme, porque el Derecho Canónico no estipula ninguna sanción para eso.” El argumento no sirvió y el sacerdote fue castigado.

Podrá argumentarse que cada situación es distinta y que cada obispo tiene autonomía para tomar decisiones en su diócesis. Pero la Iglesia Católica es la misma aquí y en Italia, y está claro que no se mide con la misma vara a quien “peca” por amor que a quien es condenado por genocidio. Ciertamente, a la hora de las sanciones los primeros resultan más perjudicados por la “severidad” de la disciplina eclesiástica. Y si no basta recordar cuál es la suerte que corrieron sacerdotes católicos argentinos que decidieron hablar públicamente de su amor o cuestionar el celibato. Y preguntarse si se demorarían aquí las sanciones eclesiásticas contra un ministro que se atreva a contradecir públicamente la doctrina católica sobre celibato, homosexualidad, indisolubilidad del matrimonio o despenalización del aborto. Seguramente la “oportunidad” en ese caso tendría una celeridad y un criterio muy distinto al que hoy se le aplica a Von Wernich.

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