Lunes, 5 de noviembre de 2007 | Hoy
Por Javier Lorca
Las palabras del pasado
Devoto y conservador, caprichoso y genial, el inglés G. K. Chesterton decía que todo hombre tiene derecho a no ser contemporáneo –el exiguo rigor de la paráfrasis se debe a una lejana memoria–. Como suele suceder con “derechos” que se pretenden universales, su enunciación abstracta viene a señalar su inexistencia concreta. Salvo escasas excepciones: en este caso, flagrantemente, las concedidas a textos y autores considerados clásicos, leídos siempre como si fueran contemporáneos, es decir, como si nunca lo fueran ni hubieran sido.
“Los principios que gobiernan nuestra vida moral y política han sido discutidos de un modo que recuerda más a un campo de batalla que a un aula de la universidad. O, tal vez, la moraleja es que las aulas son realmente campos de batalla. (...) Podría considerarse con cierta ironía a algunos filósofos políticos y morales de nuestros días que nos presentan sus visiones omnicomprensivas de la justicia, la libertad y otros valores apreciados al modo de analistas desapasionados ubicados por encima de la batalla. Lo que los registros de la historia sugieren fuertemente es que nadie se queda por encima de la batalla, porque ella es todo lo que hay”, escribe otro inglés, Quentin Skinner, en Lenguaje, política e historia. Recién publicado por la editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, el libro reúne los principales escritos teóricos del historiador, especializado en historia intelectual moderna, uno de los referentes de la denominada Escuela de Cambridge.
El asalto que propone y ensaya Skinner se expresa en su consigna “ideas en contexto”, como señala Eduardo Rinesi en el prólogo. El contexto que preocupa a Skinner es menos el de las determinaciones sociales representadas en un texto, que el contexto intelectual en el que fue producido, en especial los valores, usos y significados asignados a las palabras, a un lenguaje en permanente mutación. Con esa mirada cuestiona cierta concepción dominante en la historia de las ideas, para la cual el historiador debe constreñirse a estudiar e interpretar lo que dice la letra de los textos clásicos, propietarios de un saber atemporal y universal, ubícuamente pertinente, sobre los problemas perennes de la humanidad. Para Skinner, ese enfoque olvida o ignora “la posibilidad de que los pensadores anteriores pudieran estar interesados en una serie de cuestiones muy diferentes de las nuestras. Más específicamente (...) cuando nos apropiamos del pasado desde esa perspectiva, no nos permitimos considerar qué habrían estado haciendo esos filósofos cuando escribían como lo hacían”. Es decir, qué batalla estaban librando y con qué armas –con qué palabras y significados– lo hacían.
Abordar de ese modo a la historia de las ideas tiene consecuencias políticas. “Uno de los usos del pasado proviene del hecho de que estamos inclinados a caer bajo el hechizo de nuestra propia herencia intelectual (...) Dada esta situación, los historiadores podrían contribuir ofreciéndonos una suerte de exorcismo –subraya Skinner–. Una comprensión del pasado nos puede ayudar a apreciar en qué medida los valores que encarnan nuestra forma de vida actual, y nuestras formas de pensamiento sobre esos valores, reflejan una serie de elecciones tomadas en diferentes momentos entre diferentes mundos posibles. Esta conciencia puede ayudar a liberarnos de quedar atrapados en cualquier relato hegemónico.” Porque el lenguaje es tanto una tecnología de poder que sujeta a los sujetos, como un dispositivo que los sujetos pueden hacer suyo para reformar el mundo social. “Podríamos ser más libres de lo que a veces suponemos”, concluye Skinner. La pregunta recursiva que el autor no puede responder, y que debería formularse su lector para estar a la altura del texto, es ¿qué estaba haciendo Skinner cuando escribió estos ensayos?
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