Viernes, 22 de febrero de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Luis Bruschtein
Fusilar y que todo el mundo sepa que fue un fusilamiento, pero negarlo y decir, jurar y perjurar que fue un intento de fuga, tiene una carga igual a la de los desaparecidos. Se los secuestra y desaparece y que todo el mundo lo sepa, pero se lo niega. No hay reglas de juego, yo soy el amo, el que tiene poder y no necesita justificarlo ante nadie. Decido sobre la vida y la muerte y no tengo que rendir cuentas. Y que todo el mundo lo sepa. Que la sociedad lo sepa y lo incorpore en el lugar más recóndito de sus miedos. Sobre todo, el miedo como algo presente pero negado, espectral, amenazante. Eso fue la dictadura. Y eso comenzó a despuntar con los fusilamientos de Trelew y luego con los desaparecidos.
Parecerá vetusto hablar de los fusilamientos de Trelew, darle importancia a un hecho que pasó hace más de treinta años. Pero esa trama tejida sobre el miedo espectral que flotó sobre la sociedad, impregnó todos sus rincones y delineó conductas y actitudes, fue tan fuerte por el secreto, por lo no reconocido, que cuando se hace la luz, cuando los fantasmas se disuelven con la luz, quedan solamente los hechos, la cobardía de un acto arbitrario, salvaje e innecesario. No es un acto de poder, es barbarie pura y despreciable. Y así se va desanudando esa trama cerrada del miedo profundo que modeló a una sociedad.
El cabo Marandino dice: no fue un intento de fuga. Dice: los sacaron de las celdas y los fusilaron. Dice: cantaban el Himno porque se dieron cuenta de que iban a morir. Confirma lo que dijeron los sobrevivientes. Y los verdugos, despojados de los atributos de ese poder oscuro, quedan incluso disminuidos frente a sus víctimas, aun cuando no se esté de acuerdo con ellas. No hay legitimidad ni valentía en fusilar prisioneros inermes sin siquiera asumir la responsabilidad de haberlo hecho. Hay miseria, seres pequeños con un poder sin épica.
La voz oficial siempre fue ambigua: fusilamos, pero no fusilamos. Mucha gente tomó la palabra oficial, aceptó que fue un intento de fuga, porque la palabra oficial es más creíble, es más seria. Pero en el fondo sabía que fue una masacre y tejió sus miedos o sus rabias o asumió la falsa moral de ese discurso. Esa es la lección con que la masacre de Trelew alimentó a la sociedad y que luego se reproducirá 30 mil veces con la dictadura.
Los verdugos tienen ahora el patetismo de los fantasmas a la luz del día. “¿Esos eran nuestros héroes?”, dirán algunos. “¿A eso le teníamos tanto miedo?”, pensarán otros. Son las preguntas que disuelven los nervios de una lógica que amarró al país. Que lo sofocó en su momento y en los que siguieron. Porque hasta ayer seguían siendo héroes o monstruos y hoy son nada más que seres patéticos, despreciables.
Marandino dice que sus jefes de ese momento le ordenaron que debía mentir. Y comenzaron a tejer un andamiaje de mentiras que terminaron embarrando más que sosteniendo a toda la Armada, que con esa masacre trataba de obstaculizar el proyecto del dictador Alejandro Lanusse de iniciar la retirada del poder. Los prisioneros fueron fusilados por las diferencias internas entre las Fuerzas Armadas, ni siquiera fue un episodio de la “guerra antisubversiva” o una revancha por la fuga de los jefes guerrilleros. La luz disuelve las tinieblas, aun después de tantos años. Pone las cosas en su lugar y les da un orden ético y moral que alivia, porque puede dejar los miedos a un lado.
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