EL PAíS › OPINION
Mucho ruido, ninguna nuez
Por James Neilson
Hipócritas hay en todas partes, pero en pocos lugares es tan amplia la brecha entre lo que la mayoría de los “dirigentes” dice querer y lo que efectivamente se da como lo es en América latina. Desde hace muchos años, intelectuales progresistas, eclesiásticos angustiados, políticos sensibles e incluso algunos militares están protestando con vehemencia atronadora contra la injusticia social, la corrupción y otras lacras sin que sus exhortaciones hayan incidido de forma visible en la vida de la región, lo cual, como es lógico, ha provocado una especie de rebelión contra la política como tal. Al fin y al cabo, si lo que ocurre no guarda relación alguna con lo que se dice debería ocurrir, ¿para qué sirve?
Lo que va del año ha sido aleccionador para la Argentina. Cuando se desplomó el Gobierno de Fernando de la Rúa, los más parecían concordar en que había llegado a su fin una época y que el futuro se vería signado por cambios realmente espectaculares. Sin embargo, aparte de la caída en la miseria de varios millones de personas y el colapso del sistema bancario, calamidades atribuibles a la inercia, las novedades han resultado insulsas. Nadie ha conseguido dibujar de manera convincente el país “diferente”, el de “la alternativa” que supuestamente se erigiría sobre las ruinas del “modelo menemista”. Tampoco se ha encontrado ningún mapa confiable en el que figure un “rumbo” distinto al camino por el que tanto el PJ de Menem como la Alianza radical-frepasista de De la Rúa juraban estar esforzándose por avanzar.
Puede que la diferencia fundamental entre las sociedades que funcionen adecuadamente y las demás consista en que en las primeras se preocupan por los detalles, mientras que en las segundas, sobre todo en las latinoamericanas y las musulmanas, gobernantes y gobernados prefieren entretenerse parloteando en torno de grandes abstracciones filosóficas o teológicas, dando a entender que el trabajo humilde de mejorar poco a poco las instituciones públicas tendrá que postergarse hasta que las cosas más importantes se hayan visto resueltas de una vez. Se trata de una forma muy eficaz de asegurar que los comprometidos con sectores poderosos, como los ricos, los capos sindicales y los políticos, no corran el riesgo de tener que prestar más atención a los intereses de la gente común y corriente, pero entraña la desventaja de que una comunidad sometida durante largas décadas a una dieta de muchas palabras apasionadas y muy pocos hechos positivos estallará de rabia ciega o, lo que podría ser peor todavía, terminará resignándose a su destino de tercera.