Lunes, 6 de julio de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por María Pía López *
La política transcurre en escenas distintas. Destella, se esfuma o se afirma. Puede portar, en cada una, rostros contradictorios. Una, singular y profunda, es la de los medios de comunicación. Un espacio inmaterial en el que los participantes juegan su personaje, como en un videojuego o un reality show. En su territorio se operaron modificaciones de fuste y alrededor suyo se debate la configuración de la política nacional. Aun cuando gritemos por la libertad somos sus presas gozosas. Como un síndrome de Estocolmo de estos años: víctimas enamoradas de sus captores, encadenados a los placeres de las pantallas que no cesamos de injuriar, sumisos lectores de los blogs en los que otros lectores destilan su hiel y su estupidez. Nos rebelamos pero volvemos a la servidumbre voluntaria. Solicitamos una ley de medios pero oscuramente sabemos que ninguna ley libera de las esclavitudes profundas, a lo sumo las endulza o limita. Digo esto para decir que en los medios transcurre una escena profunda de la política en la que se produce algo que no es necesariamente un reflejo de la otra, la tradicional, y que decirlo es menos un acto de desdén que un intento de pensar al interior de esta condición de época.
Cada uno es, también, su doble espectral o su imagen. El cuerpo presente y aquel que se ofrece a la vista pública. Uno puede revelar algo que el otro oculta: una debilidad o una seducción, un atractivo o un menoscabo. A primera vista pareciera que el rostro público oculta lo que el otro asume en la plena presencia. Pero es sólo un supuesto tranquilizador. La cosa es más compleja. Leonardo Favio construyó en estos días una profunda escena política: decidió borrar del extraordinario film Aniceto la dedicatoria a Felipe Solá. Borrar, dice, de todas las copias, dvd, negativos. Sanción moral y política rotunda provocada, en los dichos del cineasta, no sólo por las nuevas alianzas de Solá sino por su silencio en un set televisivo. Su silencio cuando Mirtha Legrand cuestionó a Cristina Fernández por su viaje a Honduras, porque “¿a quién le interesa lo que pase en Honduras?”. El hombre de la provincia calló ante la necedad. Y ese acto de su rostro público (¿no quedar como alguien que discute?, ¿no parecer que se defiende al gobierno que se combate?) lo condenó a sufrir un acto real profundísimo, que se inscribe en el plano de las relaciones entre arte y política, entre mundo simbólico y experiencia real. Felipe Solá: silencioso en el set, resulta tachado en Aniceto. Porque no advirtió, como sí percibió Favio, que cuando se dice “Honduras” se nombran cosas que tienen una dramaticidad que no puede esfumarse en la virtualidad de los tableros políticos, jugados entre los rostros públicos.
Está la cuestión de otro cineasta. Comprender la gran elección que hizo Pino Solanas en la Capital también nos obliga a pensar el fenómeno de la mediatización. También comprender sus reacciones el día después. A Solanas fueron votos de distinto origen y en su nombre se jugaron sueños y deseos distintos. Porque recaudó entusiasmos juveniles –experiencias abiertas a lo nuevo–, antiguos defensores de lo nacional-popular (que ven en el gobierno nacional un confuso agente de esa defensa cuando no un peligro) y a votantes que lo eligieron como adalid de una oposición que no omite motivos de derecha. En este último sentido, su crecimiento se parece al de De Narváez aunque sus mundos ideológicos de origen sean antagónicos. Se podría decir: el “Solanas” de la escena mediática no es, necesariamente, el Solanas de los ferrocarriles y el petróleo. El de la épica nacional tiene en Mariano Grondona un enemigo de larga data; el opositor mediático puede encontrar en el periodista golpista un aliado y festejante. Los medios construyeron su estrella “Pino”, ahora no cesarán de solicitarle sujeción al personaje: no importa tanto lo que diga –ni siquiera cuando eso lo haga fiel a su trayectoria–, sino que se manifieste opositor al gobierno nacional.
La mediatización es la primacía en el que un personaje puede ser delineado, inventado, configurado y lanzado al ruedo. Donde importan profundamente los ademanes y los barnices publicitarios. En ese espacio se puede votar, incluso, contra los intereses materiales o los derechos conquistados. Casi, como si no tuviera efectos. ¿Qué política hay en el horizonte, cuando lo que triunfó es un modo de gestión de las subjetividades, las creencias, los deseos?
La mediatización no es una novedad del 29, aunque el 29 la elección en la provincia de Buenos Aires pareció transcurrir por esa escena de un modo primordial. El programa de Tinelli no es más que el reconocimiento brutal de esa nueva situación que en el fondo todos intuimos. También los derrotados en la elección, apostadores en la ruleta mediática, ensoñados trabajadores de la imagen que transcurría en esa otra escena. Y, a la vez, ingenuos frente a la corrosión que esa escena trae para la vida política. ¿Cuántas candidaturas se han definido atendiendo al conocimiento de la “gente”? ¿Cuántos funcionarios han llegado a sus cargos de la mano de la medición encuestológica?
En estos días amargos que sucedieron a la elección, no pocos han señalado que el problema para el kirchnerismo es la ausencia de organización política. No creo haberme eximido de oblar mi aporte a ese comentario. Es la escena en la que, se sospecha, podría transcurrir la política no mediática. Quizás. Pero también habría que pensar una escena alternativa a la de la organización. Una escena producida por actos, movilizaciones y rasgaduras simbólicas. Se podría decir mejor pero sólo lo intuyo en esta forma balbuceante: una escena que no sea la territorialidad del partido ni la luminosidad del set. Que sea, más bien, la que sólo muy de vez en cuando aparece: la de la invención política. En esas imaginaciones se dirime también el destino de estos años. Porque si no existen tampoco estarán a salvo las imaginaciones anteriores.
* Socióloga, ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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