Sábado, 29 de agosto de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Sandra Russo
Qué es América latina hoy, ayer estuvo claro. Tan claro, que fue Suramérica la que estuvo representada en Bariloche. La hegemonía norteamericana en décadas pasadas fue tan fuerte y fue a la ayuda de clases dominantes tan obtusas, aquí y allá, que la retirada histórica de las respectivas dictaduras dejó a la región, en una larga primera etapa, en un sopor de corrupción y negociados.
Nuestras democracias fueron tan deseadas, que a su vez ese deseo envolvió, como un biombo o como una máscara, las barbaridades que las clases dirigentes de esa primera etapa cometieron casi sin pudor.
Bolivia tuvo un presidente que no hablaba ni siquiera español, sino inglés. Brasil tuvo a Collor de Mello. Por Perú pasó Fujimori, que disolvió el Congreso. Ecuador no se privó de excentricidades. Por aquí, la pizza con champagne y las vedettes en Olivos matizaban los atentados terroristas, la voladura de Río Tercero, el tráfico de armas, los sobresueldos, y después el aire alzheimer de un presidente radical que hizo reír en el programa de Tinelli matizó los sobornos en el Senado para arrasar con los derechos laborales, y sigue siendo más recordado que los muertos del 20 de diciembre.
La cumbre de Unasur fue, además de todo lo que se consigna en otras notas, una lección de política. Los presidentes y las presidentas que ayer llegaron a un documento consensuado representan el vibrante regreso de la política a esta región, Suramérica, una palabra que llega del pasado pero alumbra una instancia tan nueva que necesita, claro, no ser solamente aquella América latina a la que la clase dominante hondureña, más que sus militares, le prestó el adjetivo de “bananera”.
Lo hemos visto recientemente, con Micheletti y sus seguidores. Han dicho que Obama es “un negrito que no sabe nada”. Han fraguado delitos que Zelaya no cometió. No estaba ni cerca de proponer ser reelecto, como sí hará el presidente colombiano Uribe. Es que las clases dominantes típicamente latinoamericanas son así. Si es necesario usar a los militares, y pueden, los usan sin problema. Es raro que si pueden no los usen. Más bien, si recurren al golpe de mercado o al acorralamiento mediático, siendo la clase dominante la poseedora de todos los medios de comunicación, es porque las cosas han cambiado tanto que ahora hay, como dijo Evo ayer en Bariloche, “fuerzas armadas que son de la democracia”.
Si bien nuestras clases dominantes típicamente latinoamericanas son educadas en la cultura que les pertenece y las refuerza –algún origen, hace apenas doscientos años–, hemos podido comprobar, sólo con ver cuándo y por qué motivos Estados Unidos decide ir a la guerra, que lo que las pone en acto indefectiblemente siempre es un motivo económico. Algo relacionado con la propiedad de las cosas. Nuestras clases dominantes tienen inscripto en la sangre que el pueblo nunca les sacará nada. Aunque se trate de algo que no les pertenece, de algo de lo que ellos se apropiaron. A eso le llaman confiscación.
Si uno se pone a soñar con Suramérica, sueña con una región que haya dejado en el pasado a las bananas, y con ellas a todos los horribles personajes bananeros que deambulan por las derechas latinoamericanas. Esos capangas que plantan café, caña o soja, esos oscuros abogaduchos de familias tradicionales, esos repetidores consuetudinarios de mentiras sobre la patria, el pueblo o los pobres.
Uno no sueña en ese sentido muy diferente de lo que alguna vez, en diversas materias, soñaron los habitantes de países soberanos.
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