EL PAíS › UN EMBLEMA DE LA CLASE DOMINANTE

La obra macabra

 Por Raúl Dellatorre

Tercera generación de estancieros y terratenientes, frecuentador de tertulias de la Sociedad Rural (donde uno de los salones lleva su nombre), del Jockey Club (donde fotos de sus antepasados ilustran las paredes) y de cócteles y encuentros de caridad con banqueros, exportadores, importadores y traficantes de rubros varios, José Alfredo Martínez de Hoz siempre se sintió merecedor de una impunidad infinita. Sus antepasados se cuentan entre los primeros beneficiarios de las privatizaciones, cuando Julio Argentino Roca barrió a los indios de las pampas y el desierto, y repartió gratuitamente esas extensiones entre familias “de bien”.

Pero sería injusto ligar la fortuna familiar sólo a las privatizaciones. También supo sacar provecho de las nacionalizaciones, como en el caso de la Italo (CIAE, Compañía Italo Argentina de la Electricidad), cuando ya descapitalizada la pasó a manos del Estado a cambio de 300 millones de dólares.

Pero acusarlo de “colaborador” o cómplice de la dictadura instalada en 1976 sería no reconocerle el lugar que le corresponde en la historia. Como presidente del Consejo Empresario Argentino (una entidad con notables similitudes con otra actual, no sólo de nombre), Martínez de Hoz encabezó una misión que visitó a los comandantes de las fuerzas armadas a principios de 1975 (Isabel Perón en el gobierno) para “convocarlos” a que contribuyeran a preservar el orden y restituir las condiciones para “la producción y el trabajo” en sus plantas.

M. de H., presidente de Acindar, propuso a los jefes militares todo un sistema de espionaje industrial para detectar a los activistas sindicales que pudieran “atentar” contra el correcto desempeño de las cosas. El banco de pruebas del nuevo diseño fue justamente la planta de Acindar en Villa Constitución. La presión empresaria y militar arrastró al gobierno desfalleciente a ordenar una violenta represión contra la huelga que llegó a cumplir 59 días, y terminó con su principal dirigente (Alberto Piccinini) y el cuerpo de delegados presos durante ocho años y dos asesinatos.

Era mayo de 1975. Menos de un mes después, detrás de la figura de Celestino Rodrigo, aparecía en el Ministerio de Economía Ricardo Zinn para ejecutar el mortal shock recesivo con efectos devastadores para la democracia. Rodrigo le dio su nombre al golpe económico: el Rodrigazo. Zinn le puso el plan, y reveló su verdadera identidad diez meses después, abril de 1976, cuando aparece como jefe del gabinete de asesores y mano derecha de Martínez de Hoz.

Zinn contaría meses después, en un libro, el sentido de su intervención en el gobierno de Isabel: era necesario dar el golpe desde adentro para terminar con la “descomposición” y posibilitar que volviera “a salir el Sol en la Patria”. Un destino de grandeza, el mismo que Martínez de Hoz siente para sí mismo cuando se ve en el espejo de sus antepasados. Y de su “obra”.

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