Martes, 6 de julio de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio Verbitsky
El reconocimiento de la presidente CFK al periodista Eduardo Kimel sirve para reflexionar sobre el rol del periodismo, de la justicia, de las organizaciones de la sociedad civil y del gobierno nacional. El reconocimiento a Kimel fue una de las obligaciones que la Corte Interamericana de Derechos Humanos impuso al Estado argentino en 2008, como culminación de un caso planteado por el CELS y la ex asociación Periodistas en 2000. La idea era que el reconocimiento coincidiera con un nuevo aniversario del asesinato de cinco religiosos palotinos, el 4 de julio de 1976, pero como era domingo se postergó para el lunes 5.
En 1989, Kimel publicó su libro de investigación La masacre de San Patricio. Allí escribió que “la actuación de los jueces durante la dictadura fue, en general, condescendiente, cuando no cómplice de la represión dictatorial. En el caso de los palotinos, el juez Guillermo Rivarola cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”. Kimel fue querellado por el juez, que ya había ascendido a camarista.
En 1990, la jueza federal Amelia Berraz de Vidal me condenó a mí a un año de prisión y una indemnización de 10.000 dólares por desacato al ministro de la Corte Suprema Augusto Belluscio y en 1995 la jueza Angela Braidot condenó a Kimel a un año de prisión y a pagar una indemnización de 20.000 dólares por injurias a Rivarola. Kimel, dijo, “no se limitó a informar, sino que además emitió su opinión”, que ella consideró “innecesaria y sobreabundante”. Es decir, un delito de opinión. Ambas condenas fueron confirmadas por las respectivas cámaras de apelaciones y por la Corte Suprema de Justicia, anegada por una mayoría automática oficialista, y llegaron al sistema interamericano de derechos humanos. En mi caso, el gobierno nacional se comprometió a derogar el delito medieval del desacato, cosa que el Congreso hizo por unanimidad en 1993. Pero de inmediato todos los funcionarios comenzaron a presentar querellas por calumnias e injurias contra los periodistas que los incomodaban con sus informaciones y sus críticas.
En el caso de Kimel en 1996 la sala VI de la Cámara de Apelaciones revocó la condena e hizo la primera autocrítica por el rol de la justicia en aquellos años. Según los jueces Carlos Alberto González y Luis Ameghino Escobar, en democracia “no puede concebirse un periodismo dedicado a la tarea automática de informar sin opinar” y quienes ejercen una función pública “estamos expuestos a la crítica”. Su colega Carlos Alberto Elbert agregó que el Poder Judicial fue una “institución legitimante esencial del estado de excepción”, por lo cual la desconfianza de Kimel hacia quienes “fuimos subordinados al acta y estatuto del ‘proceso de reorganización nacional’ (que el camarista escribió con republicanas minúsculas y comillas) es una actitud comprensible” y sus afirmaciones deben interpretarse como “parte de un juicio histórico global que nos involucra a todos quienes protagonizamos esa etapa paralegal y trágica”.
Pero en 1998 el cardumen menemista en la Corte Suprema revocó esa decisión y ordenó que se dictara un nuevo fallo. Lo firmó en 1999 la sala IV de la misma cámara, que condenó a Kimel por su “ácida crítica genérica a quienes como jueces integraban en ese entonces el Poder Judicial”, lo cual no formaba parte de la causa e insistía en el delito de opinión. Kimel dijo: “Tengo un sentimiento de indignación. Mientras los asesinos siguen en libertad y los policías que encubrieron el caso también, el único procesado y condenado por la Justicia es el autor del libro que relata el episodio”. Para la Asociación Periodistas “el alto tribunal ha tomado la decisión política de transmitir un mensaje intimidatorio al conjunto de la prensa argentina”. En 2000, el CELS y Periodistas llevaron el caso al Sistema Interamericano de Protección a los Derechos Humanos, mientras proseguía la negociación entablada el año anterior con el Estado para la despenalización de las calumnias e injurias en casos de interés público. Los sucesivos gobiernos de Carlos Menem y Fernando de la Rúa ratificaron ese compromiso ante el Congreso y lo mismo hizo en su fugaz mandato de una semana Adolfo Rodríguez Saá. Durante su interinato a cargo del Poder Ejecutivo, el senador Eduardo Duhalde introdujo una corrección: sólo ofrecía beneficiar a los periodistas. El CELS y Periodistas lo rechazaron, ya que no se trataba de consagrar un privilegio corporativo sino de extender los márgenes de libertad para todos los ciudadanos.
Como pasaron siete años sin que el Estado cumpliera su compromiso, en 2007 la Comisión Interamericana lo denunció ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que es el órgano judicial del sistema. El gobierno de Néstor Kirchner se allanó a la demanda y, sin discutir, le pidió a la Corte que fijara las reparaciones. En 2008 el máximo tribunal interamericano ordenó a la Argentina dejar sin efecto la condena, adecuar el derecho interno a la Convención Americana en materia de libertad de expresión y realizar un acto público de desagravio a Kimel. El año pasado CFK firmó un proyecto elaborado por el CELS. El Congreso lo convirtió en la ley 26.551, por la cual nadie que informe u opine sobre temas de interés público pondrá en riesgo su libertad. Sólo faltó un puñado de votos de PRO en Diputados para que su aprobación fuera unánime en ambas cámaras, como ya había ocurrido con el desacato. Por desgracia, Kimel no llegó a ver el acto de ayer, porque tuvo una muerte prematura en febrero de este año. Pero estuvieron su mamá y su hija, quienes escucharon conmovidas que la despenalización representa su legado a favor del ejercicio pleno de la libertad de expresión. El CELS cumple también con el mandato de sus fundadores. Creado por familiares de víctimas de la represión, concluida la dictadura comenzó a trabajar por la afirmación y el perfeccionamiento de los derechos humanos en democracia, desde la sociedad pero en relación con los poderes públicos, con la intención de incidir en sus políticas, ya sea con un alivio a la situación horrorosa en las cárceles bonaerenses, la adopción de un procedimiento transparente para la elección de jueces federales, la nulidad de las leyes de impunidad, la defensa de los derechos de las personas privadas de su libertad por problemas psiquiátricos, la sanción de una nueva ley de servicios audiovisuales (en cuya autoría participó desde la Coalición por una Radiodifusión Democrática), o la derogación del vetusto Código de Justicia Militar, a partir de una causa en la que el organismo defendió a un oficial del Ejército sancionado sin derecho a defensa. Ahora es el turno de una ley de acceso a la información pública, para transparentar las cuestiones que interesan a la sociedad y que no pueden ser secretas. La aspereza del debate público, que hoy ninguna ley reprime, aunque algunos funcionarios no se hayan enterado, es un síntoma de la vitalidad de la democracia argentina.
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