Viernes, 19 de noviembre de 2010 | Hoy
“La noche del sepelio de Rodolfo Ortega Peña, asesinado en 1974, entró en la casa de Muniz Barreto un grupo de policías”, contó Juana. Uno apareció en el ropero de la pieza de ella y otro abajo de la cama. Los padres ya estaban separados. Los policías pusieron a los tres hermanos contra una pared: “Mi mamá, que es una leona, no sé cómo sobrevivió a lo que vivimos. Los echó de casa a los gritos, diciéndoles que qué hacían interrogando a tres menores”. El operativo se repitió en Escobar, donde Diego tenía una quinta. Revisaron hasta los pozos ciegos, convencidos de que había algo abajo. Los hijos estaban ahí. Escucharon burlas, cosas que Juana intentó decir pero no pudo: “No hace falta –dijo–. Creo que se ensañaron más por la condición social de mi papá”. Diego Muniz Barreto se fue a Africa en 1975, desde ahí les mandó postales y le trajo a Juana esas pulseras de colores que llevó a la audiencia. Y el 24 de marzo del ’76 –contó Juana– su padre le dijo: “Yo no me voy a ir porque no puedo llevar a mis compañeros conmigo”. “Y volvió en uno de los momentos más difíciles.”
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