EL PAíS › OPINION

Mirar el cielo todos los días

Por León Rozitchner

Ayer, todos los neoyorquinos, sobre todo los de Manhattan, interrogaban al cielo. Sobre fondo de la pasada caída de las Torres temían la reproducción de una hecatombe monstruosa que viniera otra vez desde lo alto trayendo fuego, muerte y destrucción. Fueron capaces, porque se trataba de la propia vida en peligro, de unir mentalmente dos acontecimientos: ese humo pasado y la presencia de este humo nuevo que volvía a anunciar lo más temido. Fue grande la tensión, la espera, la zozobra.
“Traen a la memoria el recuerdo de las Torres”, dice la CNN. Lo más importante de todo esto es el efecto que esa experiencia intrusiva del pasado decantó: los habitantes de los Estados Unidos por primera vez interrogan al cielo esperando la repetición de lo más temido sobre ellos mismos. Debe ser la primera vez que la población norteamericana siente fugazmente algo parecido a lo que durante decenios han vivido y sentido, no sólo temido, muchos otros pueblos masacrados por sus dirigentes. Nueva York tiene miedo.
Los habitantes de Nueva York hicieron ayer lo mismo que miles de habitantes de Bagdad hacen cotidianamente: mirar el cielo esperando que caigan sobre ellos las bombas inmisericordes semejantes a aquellas que sus propios dirigentes, mucho más monstruosos que todos los Bin Laden, han hecho y harán caer sobre otras ciudades de otros pueblos.
Porque ésa es la verdad: la población de los Estados Unidos tiene miedo, por primera vez, de una amenaza exterior que penetra reavivando un terror cuya imagen conserva aún en la memoria. Y no son Mr. Bush y sus compañeros quienes les quitaron esos fantasmas: por el contrario, se los han incrementado. Se les derrumban otra vez las Torres encima cuando estalla una cisterna: todos los accidentes aparecerán como atentados de Bin Laden, amenaza pavorosa que puede filtrarse por cualquier resquicio de la realidad. Quiero decir: que ya no podrán nunca más vivir en paz en esta nueva vuelta de tuerca de la dominación imperial.
Tal es la ambigüedad, la doble faz, de la política del gobierno Bush: inscribir el miedo en el cuerpo y en el imaginario de los ciudadanos para que acepten la destrucción de otros pueblos. No ven su anverso, el principio de la corrosión del poder imperial en el cuerpo aterido de sus habitantes. Roma la invencible cae antes de caer cuando los bárbaros traspasan por primera vez sus murallas, cuando el miedo penetra en la subjetividad del triunfador. El poder destructivo de los triunfadores incrementa tanto más, en ellos, los fantasmas temidos de los vengadores. Los Estados Unidos han entrado en una locura destructiva que les puede, y nos puede, ser fatal.
Porque el pavor temido atravesó las defensas que sus dirigentes, con todo el poder armado del mundo, no han podido impedir que emergiera nuevamente. El efecto Torres Gemelas tendría que convertirse en un nuevo punto de partida para el pensamiento de la población. ¿Los pueblos piensan? El pueblo de los Estados Unidos tiene la oportunidad de aprender de este nuevo giro histórico, hacia el cual confluye la amenaza de una hecatombe total de la que ellos mismos –comienzan a darse cuenta– no quedarían inmunes. Porque están insertos ahora en una experiencia destructiva que ningún medio, ni ningún poder, les puede ahorrar: tener que mirar todos los días el cielo esperando caer sobre ellos la desolación temida de la muerte.

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