EL PAíS › UN MODELO PERVERSO
El crecimiento cierra plantas
Casi tan desagradable como haber sido condenado a muerte debe ser que a uno sorpresivamente le adelanten la fecha de ejecución de la pena. Esa es la sensación que deben haber sentido ayer los últimos 120 trabajadores que quedaban en la planta porteña de Bagley, cuando al pretender ingresar a su trabajo se encontraron con la comunicación de que habían sido despedidos y que, en cuestión de horas, recibirían el telegrama respectivo en sus domicilios. Apenas un trámite, que anticipa en un par de semanas la decisión ya tomada de cerrar definitivamente el centenario establecimiento de Montes de Oca al 200. Paradojas de la “inversión productiva”: cuando las empresas crecen y se capitalizan, cierran plantas en lugar de abrir nuevas.
Como símbolo de la desnacionalización y concentración del capital industrial, en 1994 Bagley pasó a manos del grupo francés Danone por 240 millones de dólares. Diez años después, decide unir su suerte en el negocio de galletitas con Arcor. La nueva empresa fusionada seguirá utilizando la denominación Bagley, pero bajo control de Arcor (51 por ciento del capital contra 49 de Danone) y con Luis Pagani de presidente. La firma francesa concentrará su preocupación en mantener el liderazgo en aguas minerales y yogures.
Como parte del acuerdo, Danone habría recibido 20 millones de dólares en pago por la marca Bagley, que pasó al patrimonio de Arcor. La nueva empresa surgida de la fusión absorbe las plantas de Villa Mercedes y de Barracas, pero esta última es la que ayer decidió paralizar Pagani en una de sus primeras decisiones al frente de la firma.
Ya en tiempos de Danone, la planta había sufrido embates para su desmantelamiento, pero las dificultades para trasladar la producción de galletitas de agua a Villa Mercedes (por no contar San Luis con un agua apta para ese uso) impidieron que la decisión se cumpliera en su plenitud. Sin embargo, sólo la línea de galletitas de agua quedó en pie: el resto de productos se mudó a tierra de los Rodríguez Sáa.
De los 3200 obreros que se desempeñaban históricamente en tres turnos de producción, en pocos años quedó menos del 20 por ciento. La expulsión de personal siguió tras la fusión y en pocos meses la plantilla quedó reducida a los últimos 120 empleados, abruptamente despedidos ayer. Con la entrada de Arcor, el golpe final a la vieja planta de Barracas tuvo su concreción: el establecimiento de la firma cordobesa en la localidad bonaerense de Salto tomará a su cargo la producción de Criollitas, donde ya se fabrican sus hasta no hace mucho competidoras Serranitas.
Arcor resultó ser uno de los pocos grupos locales privilegiados por el proceso de concentración de los ‘90. Habrá sido por su visión de los negocios que se adelantó a crear un “think tank” como la Fundación Mediterránea, de donde surgieron los estrategas del tenebroso experimento neoliberal de los ‘90, con Domingo Cavallo a la cabeza.
Mientras otras alimenticias argentinas se vendían (Terrabusi, Canale, Bagley, Aguila Saint, Stani), Arcor compraba (diversas marcas en el interior y en países vecinos). Obteniendo del ministro que prohijó alguna dosis de protección y subsidios (que a otros les negaban), en el momento oportuno, se “globalizó” e hizo de las exportaciones su motor de crecimiento.
Ahora va por más sobre el negocio local apuntándole al mercado de galletitas, que le puede rendir una facturación de 300 millones de dólares al año en tres países. Dos meses atrás, el Ministerio de Economía aprobaba la fusión Arcor-Danone para explotar la marca Bagley asegurando que “sus efectos en el mercado no revisten entidad como para que puedan resultar en un perjuicio a la competencia y, por tanto, al interés económico de los consumidores”. El análisis no contempló sus efectos sobre el empleo. Una paradoja más de este injusto capitalismo: cuando la industria de la alimentación crece, produce hambre.