EL PAíS › OPINION

Adiós a un lobbista

 Por David Cufré

La cancelación de la deuda con el FMI es una reforma estructural. No del tipo de las que pedía el organismo, como la transformación del régimen de jubilaciones, la degradación de los derechos laborales o la privatización de la banca pública, por mencionar sólo algunas de sus obsesiones. Es un cambio mayúsculo, porque desaparece la voz que bajaba ese tipo de recetas. Ya no vendrá el Anoop Singh de turno con un listado de medidas a aplicar, ni gobiernos que puedan ampararse en esas exigencias para diluir su propia responsabilidad. La presencia del Fondo estaba naturalizada. A favor o en contra, siempre había que responderle, había que dedicarle tiempo. Era como un zumbido y dejar de escucharlo es liberador. Eso no quiere decir que desaparezcan las presiones, pero los márgenes de maniobra se agrandan.
El hecho de pagar la deuda de una sola vez agiganta el impacto simbólico. El Gobierno tenía la opción de mantener la situación del último año: sin acuerdo y saldando en fecha cada vencimiento. Pero eso no operaba el cambio que efectivamente se produce en la relación con el organismo. El distanciamiento ahora es palpable. Si en el futuro a algún gobierno se le ocurre volver a firmar un programa con el FMI, tendrá que remontar la cuesta y asumir un fuerte costo político.
La alternativa de declarar el default con el Fondo no parecía viable en el actual contexto político y económico, y su efecto no hubiera sido más que de corto plazo. Cuando la Argentina no cubrió un vencimiento en 2003 lo hizo para negociar mejor, pero no pudo sostenerlo hasta el punto de la ruptura.
La imagen del FMI está asociada a los intereses concretos que defendía: el establishment financiero, las privatizadas, los acreedores y los sectores empresarios más concentrados. Hay una larga lista de ejemplos de presiones en favor de esos sectores en los últimos años. Desde la flexibilización laboral –apoyada por las cámaras patronales– hasta el bono compulsivo que exigía entregar a los ahorristas atrapados en el corralito, desde la creación de las AFJP hasta la eliminación de las retenciones, desde la compensación por los amparos bancarios hasta la suba de tarifas de los servicios públicos. Todas esas medidas intentaban ser impuestas –y en la mayoría de los casos lo lograron– desde afuera, pero eran pedidas con insistencia desde adentro.
Cada vez que alguien quería algo que internamente era muy difícil de pasar, recurría al Fondo. El organismo era vocero e instrumento de presión. Al quedar afuera de la discusión del día a día de la economía, esos grupos pierden a un poderoso representante. Ya no está la excusa de que hay que hacer tal cosa o dejar de hacer tal otra porque el organismo no aprobaría la revisión trimestral y se caería el acuerdo, y entonces el país sufriría gravísimas penalidades internacionales, como la imposibilidad de exportar o importar. Ese discurso, que se comprobó que era pura fantasía, queda en desuso.
El Gobierno también queda expuesto. Si no le quita la concesión a TBA, si no modifica la política de transporte, si mantiene privilegios a las petroleras, si subsidia las inversiones de los grupos más poderosos que invertirían de todos modos, si prefiere el superávit fiscal a un aumento de jubilaciones, si no restablece el impuesto a la herencia ni grava la renta financiera, no es porque el FMI lo reclama. Son decisiones que deberá justificar con otros argumentos. Lo que es seguro es que no hubiera podido convocar a los industriales formadores de precios, a los supermercados y a los ganaderos para acordar rebajas de precios en medio de una negociación con el Fondo. La vía heterodoxa estaba clausurada. Sólo fue posible empezar a aplicar medidas de ese manual cuando no hubo que soportar las auditorías del organismo.
Si en lugar del pago de la deuda al Fondo la noticia de ayer hubiera sido una reunión entre Singh y Miceli para firmar un nuevo acuerdo, el resultado habría sido que se estudia enfriar la economía para controlar lainflación, que se viene una suba de las tasas de interés y que el país recibiría un crédito de cientos de millones de dólares. En ese caso el Banco Central habría engordado aún más sus reservas en lugar de ceder 9500 millones de dólares, pero el costo final hubiera sido mucho más pesado.

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