EL PAíS › OPINION

Horror por el nuevo socio

 Por Luis Bruschtein

La forma en que los gobernantes de América latina se relacionan con Hugo Chávez ha sido tomada por un sector de los analistas internacionales, muy influenciado por la política del Departamento de Estado norteamericano, como una especie de democraciómetro. Este medidor dice que cuanto más intercambio tenga un país latinoamericano con su vecino venezolano, tanto más estará en duda su carácter democrático. Y cuanto más lo critique, tanto más democrático sería.

Resulta paradójico que este democraciómetro haya sido promovido por Estados Unidos, el país que más negocios tiene con Venezuela. El argumento resulta falso en ambos sentidos. Ni Venezuela es más norteamericanista por tener tantos negocios con Estados Unidos, ni Estados Unidos resultaría el principal apoyo de Chávez por esa misma razón. En realidad, a pesar de tantos negocios en común, ambos gobiernos están muy enfrentados.

Es más, las estratégicas relaciones comerciales que tiene Estados Unidos con Venezuela, a pesar de sus relaciones políticas tan complejas y en colisión permanente, constituyen el mejor ejemplo de que ese democraciómetro no funciona. Parece más bien un argumento para infradotados. Para Estados Unidos no, porque la idea del democraciómetro venezolano tiene sentido en función de su reacción de potencia hegemónica que se siente vulnerable cuando no controla el gobierno de un país que es su tercer proveedor de petróleo.

Este argumento ha sido el sustrato sobre el que los medios conservadores locales cubrieron el ingreso de Venezuela al Mercosur y los acuerdos firmados con el gobierno argentino. Y no lo hacen por infradotados, sino porque conciben a la política exterior argentina de una manera similar a la que prevaleció durante los gobiernos de Carlos Menem y la Alianza, que fue la del alineamiento automático con Estados Unidos.

El alineamiento automático ideologiza las relaciones exteriores a partir del discurso norteamericano. Define que Estados Unidos es la mayor economía del mundo y subordina todos los relacionamientos del país y sus definiciones políticas a la prioridad de integrar la economía local a la de la potencia. “Es mejor tener alianzas estratégicas con una economía central –se ha ironizado– que con otra parecida o más pobre que la nuestra.”

El alineamiento automático es el correlato del neoliberalismo econonómico en la política exterior. Así Carlos Menem llevó a la Argentina a la guerra del Golfo y el hostigamiento a Cuba, cuando Estados Unidos mantenía relaciones normales con China y Vietnam o con regímenes feudales como los de Arabia Saudita y Kuwait. Y también ha sido la política exterior del mexicano Vicente Fox que, rompiendo la tradición de la cancillería de su país, provocó inquinas y enfrentamientos en el ámbito latinoamericano al ideologizar fuertemente sus posicionamientos.

El fracaso del neoliberalismo es también el del alineamiento automático. El país se empobreció y no logró en ningún momento establecer relaciones comerciales igualitarias con ninguna potencia económica o “economía central”. Lo que se subordinó en política terminó subordinado en lo económico. Se demostró, por el contrario, que en los mercados no solamente priman la oferta y la demanda, sino también relaciones donde los que tienen más fuerza imponen condiciones desiguales a los más débiles.

Para resolver esa ecuación es necesario ganar peso en la negociación y el camino para hacerlo es la integración regional. Por lo tanto, de la suerte de ese proceso de integración dependerá el lugar que ocupe la Argentina en el mundo. El Mercosur no es un invento ideológico como el democraciómetro, sino una necesidad estratégica para que la Argentina –y al mismo tiempo la región– ocupe el lugar en el mundo que no pudo lograr con el alineamiento automático.

La integración de Venezuela al Mercosur es importante así, más allá de su gobierno y lo mismo ocurre con los demás países, incluidos Brasil y Argentina. No se trata de acuerdos con Chávez o Lula, sino con Venezuela y Brasil. De lo contrario el acuerdo dejaría de existir cuando cambien los gobiernos. Sin embargo, el proceso de integración implica una decisión, una voluntad, una concepción política que es diferente a otras. Sería una mentira o incompleto plantearlo como un desarrollo puramente económico. Hay una ideología, una forma de visualizar la región que se desprende de la voluntad de integración. Y en ese punto, más allá de la diversidad de los procesos de cada país y de sus realidades internas, están las coincidencias de sus gobiernos actuales.

La integración tampoco puede depender de la decisión efímera de un gobierno de facto porque implica largos procesos culturales, sociales y políticos en común, además de los económicos. Esa decisión tiene que expresar la voluntad popular soberana. Y todos los gobiernos que participan en la construcción de esta alianza han surgido de elecciones democráticas. Sobre todo el de Chávez, que aceptó todas las condiciones y observaciones que le exigieron en las numerosas elecciones que ganó. Se puede no estar de acuerdo con Chávez, pero nadie puede negar que esas elecciones fueron de las más transparentes de América latina. Y si no que lo diga el presidente Fox, uno de los más aficionados al democraciómetro, cuyo partido está envuelto en estos días en un escándalo de manipulación y fraude electoral ante el temor de una victoria de su opositor socialdemócrata.

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