EL PAíS › POR PABLO MIGUEL JACOBY Y PABLO SLONIMSQUI*.
Hitler y la libre expresión
En el marco de un Estado democrático, sancionar legalmente a quien incluye a Hitler en el nombre de un grupo de música parece ciertamente un exceso. Lo que define a una sociedad madura no es la censura, sino su capacidad para rechazar desde el libre debate de ideas todas aquellas alternativas que conduzcan al odio y a la violencia. Por eso, entendemos que los tribunales han resuelto bien este caso.
No cualquier expresión, fuera de todo contexto, puede generar consecuencias penales a su autor. Nuestra Constitución garantiza la libertad de expresión de manera amplia, entendiéndose comprendidos en ella los pensamientos, palabras, gestos, signos, símbolos, silencios y, naturalmente, cualquier manifestación artística. El riesgo de prohibir que otro se exprese libremente es inmenso. Sólo la pluralidad enriquece el debate de ideas. En un Estado de derecho, este tipo de expresiones se encuentra al amparo de toda interferencia estatal. El límite aparece cuando las mismas constituyan apología del delito, incitación a la violencia o directamente propaganda basada en ideas o teorías de superioridad de una raza o de un grupo de personas de determinada religión, origen étnico o color y que tengan por objeto la justificación o discriminación racial en cualquiera de sus formas.
La sola mención de un nombre, en consecuencia, mal puede ser censurada de ninguna forma. Hacerlo nos devuelve a 1955, cuando se dictó el célebre decreto-ley 4141 que convirtió en delito el uso de emblemas peronistas y hasta prohibió pronunciar el nombre de Perón. Por eso, quien lucha contra los prejuicios de la intolerancia debe ser el primero en evitar la realización de discriminaciones arbitrarias hacia expresiones diversas, aun cuando éstas resulten irritantes. Todas deben gozar de un máximo de libertad para expresarse y llevar adelante el proyecto de vida deseado, en la medida en que con ello no se niegue la libertad de los otros. Nadie debe renunciar a sus convicciones, a su defensa y a la difusión de sus ideas; debe hacerlo sin recurrir a imposiciones violentas. La convivencia democrática exige respeto y consideración hacia las opiniones o acciones de los demás, así como repudia la violencia física o de otra índole en relación con las opiniones consideradas diferentes o equivocadas.
Tampoco es aconsejable actuar sobre la base de prejuicios. Sin embargo, si fuera el caso y estuviésemos en presencia de un grupo de música caracterizado por un mensaje racista y xenófobo, nadie nos obliga a presenciar sus espectáculos y nada obsta que promovamos y desarrollemos un debate enérgico para repudiar su discurso en el ámbito de la discusión de ideas. Al igual que como ya ha ocurrido en el caso de otras agrupaciones musicales portadoras de un mensaje confuso, será de esperar que el común de la gente repudie sus expresiones y que por tanto la desaprobación general como la marginación espontánea por parte del público y de sus compañeros de actividad lleve a quien promueve la intolerancia a revisar su posición. Esto no significa que debamos tener una mirada ligera sobre las expresiones de intolerancia ni banalizar sus consecuencias. La convivencia democrática no exige soportar situaciones indignas ni un trato inhumano y despectivo. Sin estos límites, la tolerancia se convierte en imperdonable indiferencia al destino del prójimo y al futuro propio.
Por ello, la posibilidad de reprimir bajo ciertas circunstancias intolerantes o de limitar sus derechos debe aplicarse con extrema precaución y para eso precisamente están los jueces, quienes serán los encargados de evitar que bajo cualquier circunstancia una norma penal se convierta en pretexto para una injusta persecución ideológica o en una herramienta de la censura.
* Abogados del Centro Simon Wiesenthal