Lunes, 30 de julio de 2007 | Hoy
Por Javier Lorca
El miedo a la miseria y al hambre. El miedo a la enfermedad. El miedo a la violencia. El miedo al otro, al diferente. El miedo al más allá, a dios y la muerte. Hace poco más de una década, el historiador francés Georges Duby rastreó desde la Edad Media hasta la simiente del tercer milenio la perseverancia de esos temores en Occidente. En La ciudad y los miedos, Alicia Entel sostiene que los miedos que inquietan a la cultura urbana contemporánea se han instituido a partir de “dos operaciones metonímicas” practicadas sobre aquel universo de lo temible –es decir, dos reducciones que toman una parte para camuflarla como si fuera la totalidad–: “Una es que de todos los temores posibles sólo se evidencia el miedo a los otros humanos; y otra, que tiende a identificar el amplio horizonte de la emoción miedo con la inseguridad”.
Para desentrañar la construcción social de los miedos, el libro se apoya en dos investigaciones que la autora dirigió en las universidades de Buenos Aires y de Entre Ríos, que incluyeron trabajo de campo en dos barrios porteños, Parque Patricios y Constitución, y en dos barrios de Paraná, Villa Sarmiento y Las Flores. Si hacia fines de los ’90 los estudios de Entel revelaban la primacía en la ciudad del miedo a la desocupación, el nuevo estudio desgrana a la sospecha, la delación y el estigma como ejes vertebradores de las relaciones sociales: el factor del miedo es ahora el otro, contiguo y ajeno, el ser humano que está físicamente próximo pero distante en alguna coordenada simbólica.
Recuperando –una vez más– a los pensadores de la Escuela de Francfort (“la vida paga el precio de la supervivencia asimilándose a lo que está muerto”, escribieron Adorno y Horkheimer), Entel observa en esta ciudadanía del miedo “una pasión restauradora”, salvoconducto ante la incertidumbre de la crisis: “En tiempos de miedo, se extiende la idea de que cualquier atisbo de cambio puede promover sospecha. Los tiempos de miedo, aunque no se hable de represión ni parezca existir socialmente, resultan altamente conservadores”. Además de implicar la expulsión o estigmatización de lo diferente, el ansia de “repetición de lo igual” genera un “aplanamiento de la imaginación social para los cambios” y estimula “la necesidad de orden, de restauración de lo perdido”.
El riesgo: el repliegue en formas de contención asociadas a redes clientelares o mafiosas. La alternativa: la educación cívica desarrollada por políticas públicas de un Estado que no oculte el conflicto apelando a la criminalización de la pobreza. Y que, para eso, debería enfrentar no sólo a tendencias conservadoras y reactivas (negativas), sino, primordialmente, a la faz productiva (positiva) del poder y del control social, siempre aliados dilectos del miedo. Ya lo dijo Foucault, hace nada menos que 31 años, explicando por qué las sociedades siguen sosteniendo sistemas penitenciarios cuando es evidente que funcionan como fábricas del delito: “La delincuencia tiene una cierta utilidad económico-política en las sociedades que conocemos... Cuantos más delincuentes existan, más crímenes existirán; cuantos más crímenes haya, más miedo tendrá la población y cuanto más miedo en la población, más aceptable y deseable se vuelve el sistema de control policial. La existencia de ese pequeño peligro interno permanente es una de las condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control, lo que explica por qué en los periódicos, en la radio, en la televisión, en todos los países del mundo sin ninguna excepción, se concede tanto espacio a la criminalidad, como si se tratase de una novedad cada nuevo día”.
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