ESPECIALES • SUBNOTA
Hace un siglo la Argentina cumplía un siglo, pero también temblaba con el Halley. Una historia dentro de la historia.
› Por Claudio Zeiger
A raíz del Bicentenario, en parte por intereses de lectura y en parte por razones periodísticas, me puse a hurgar en la bibliografía del Centenario, los libros publicados, las historias de entonces, las visitas ilustres del extranjero, el clima político y social. Así, leí un libro de Horacio Salas ahora reeditado, El Centenario, guía eficiente y bien hecha sobre todo lo acontecido en 1910. También las Crónicas del centenario de Soiza Reilly y El juguete rabioso, que –bien mirado– transcurre en la primera década del siglo y en las entretelas del Granero del Mundo. Me parecía más útil que pasar y repasar por los pliegues de las escarapelas y los paraguas de 1810. Debo decir que la primera lección es que cada uno termina rearmando su Bicentenario como le chifla el moño.
Algo que me impactó bastante fue cobrar conciencia de que mientras se llevaban adelante los festejos con una convicción férrea y un espíritu jubiloso, la mayoría de las personas de Argentina y América pensaban que se venía el fin del mundo a causa del paso del cometa Halley, que al rozar la atmósfera iba a envenenarla, según predicciones hechas por algunos científicos, bastante irresponsables por cierto. No sucedió así. No ese fin del mundo al menos. La Tierra se introdujo en la cola del cometa el 18 de mayo de 1910. La confluencia de sentimientos –patrios y omnipotentes, de gloria y orgullo nacional, apocalípticos y pesimistas hasta la negrura– no deja de resultar curiosísima. La Historia, al parecer, no se detiene ante nada. Pero muchas personas en todo el mundo no soportaron la presión y se suicidaron.
Esta cuestión del cometa Halley me hizo recordar un cuento de Luis Gusmán que había leído y que por estos días, al calor de las otras lecturas, releí. Un hermoso cuento titulado “Los papeles de Halley”, incluido en el volumen La muerte prometida.
Es el año 1986 y el cometa está por volver a pasar. La abuela, a sus noventa años, lo verá pasar por segunda vez. Faltan unos meses para el acontecimiento, y entonces ella les revelará su secreto a los nietos: aquella vez, “estuve a punto de matarme, dice con voz apagada”. Se supone que era el miedo a “la fin del mundo” lo que la impulsaría a tomar semejante decisión. Pero ella, que en 1910 era una chica de catorce años, sirvienta de las piadosas ancianas Rocattagliata, contará lo sucedido, que en palabras del narrador, se resume así:
“Aquella noche, seguramente por la emoción o por lo singular del acontecimiento, a la muchacha se le cayeron los platos. Ningún recuerdo de familia, menos aún una antigua heráldica de porcelana, sino un ballet de fieras dibujado sobre loza común. El estruendo se produjo ante la mirada, sorprendida primero y después airada, de las dos ancianas. En castigo, deberá permanecer recluida en su cuarto. No podrá ver al cometa Halley. Cuando escucha la sirena de La Prensa cree que se volverá loca. Cuando escucha la sirena de los barcos se imagina a bordo de uno de ellos por el oscuro Paraná. Piensa en cuánto demorará la mañana siguiente y en que no podrá contar nada a las otras mujeres de la casa. Tiene ganas de matarse. Toma el cuchillo con que el hermano desuella los pescados. Sólo por unos segundos apoya el filo sobre esos ríos azulados.
Al otro día, las ancianas amanecen como de costumbre, amables y comprensivas. Están arrepentidas, le regalan diarios y revistas. También una foto, una foto de verdad. Entonces ve al cometa por los ojos de esas dos ancianas.
Tiempo después, una gitana le lee las manos y le predice que vivirá más de noventa años. Está escrito en esas líneas. Ella piensa: alguna vez voy a poder ver al cometa Halley. Y les contaré a mis hijos y a los hijos de mis hijos.”
Y en 1986, cuando termina el cuento, la abuela está a punto de verlo de nuevo, y para la ocasión los nietos prometen comprarle unos prismáticos muy grandes y potentes.
Yo, que no tengo ni padres ni abuelos ni bisabuelos que hayan visto pasar el cometa Halley del Centenario, traigo a cuento el cuento de Gusmán porque me parece que sirve para pensar un tiempo que parece tan remoto que no nos pertenece y, sin embargo, lo unen los hilos invisibles de las generaciones y los relatos transmitidos de boca en boca. Y se me ocurre pensar que cuando la abuela “ve al cometa por los ojos de esas dos ancianas” es como si casi cien años después viera a través de la televisión el derrumbe de las Torres Gemelas, lo más parecido a los temidos efluvios Halley en lo que va del siglo XXI. Las ancianas le contarían lo que acababan de ver en la televisión y la abuela lo vería después en las mil y una repeticiones de los atentados.
Argentina tenía cien años atrás una confianza provinciana en el progreso, pero no era una sociedad exenta de tensiones ni ingenua. Son los años de las revueltas obreras y anarquistas y de las duras leyes contra los extranjeros. Se me ocurre pensar que en los últimos cien años lo que más avanzó y lo que más retrocedió en movimientos pendulares es la democracia y la política. El Centenario fue esencialmente una celebración de la Economía. La catástrofe –prenunciada en los efectos del cometa, no concretados– sobrevendría unas décadas después, pero ni las masacres de las dictaduras lograron que se cirniera sobre esta tierra “la fin del mundo”, aunque cerca estuvieron.
De cara al futuro, lo mejor será comprarle los prismáticos a la abuela para que pueda volver a ver las estrellas en el firmamento. La historia le da la oportunidad, como hace cien años. Porque la lección de esta historia es que la Historia sigue adelante: no se detiene frente a nuestros miedos y ni siquiera frente a los presentimientos de su propia destrucción.
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