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La generación de Mayo ya tenía una literatura de raíces complejas. Allí arranca un camino que hoy presenta un universo desbordante, múltiple, imposible de reducir a listas sencillas.
› Por Tununa Mercado *
Sólo una voluntad reconstructiva muy estricta y al mismo tiempo sintética en su formulación podría dar cuenta de dos siglos de literatura en un país como la Argentina. El universo que se quiere abarcar para después constreñirlo en apenas unas páginas se presenta compacto y denso, resistente a una exploración unívoca que quisiera aislar la literatura para desplegarla después en una nómina de nombres y de fechas. Si se lo intentara se vería casi de inmediato la dificultad de arrancar sus raíces de la historia, que también se inscribe en nómina y en data, de desprenderla de hechos indiscutibles que son constitutivos de la nación, y de considerarla como un cuerpo separado, pasible de ser insertado en una historia literaria canónica. Y aun si se pudiera, se tendría una visión parcial, la literatura como un aditamento, concebida más como adorno que como parte de ese universo. Y lo cierto es que en ese país nuevo, que no por ello era fresco y calmo sino todo lo contrario (un cuerpo lastimado por la conquista española, que fue más invasión que conquista; convulsionado por la guerra independentista, herido por las guerras civiles que mostraban las contradicciones entre quienes querían ser los formadores de la nación) la literatura sólo podía albergarse en espíritus aislados, reductos de una sensibilidad por las letras que venía de España o de Europa.
Cuando actuaban los hombres de Mayo ya existía una herencia literaria colonial con obras del siglo XVI y XVII que se consideran inaugurales de nuestra literatura: las de los poetas Martín del Barco Centenera, Ruy Díaz de Guzmán y Luis de Tejeda. El primero llegó al Río de la Plata en 1573 como capellán de uno de los adelantados que andaban descubriendo mundo y buscando el oro y la plata prometidos, y subió el río Paraná desde su desembocadura en el Río de la Plata hasta Asunción. El largo poema de Don Martín del Barco, extremeño de Cáceres, se llamó “Argentina” y se publicó en 1601, una crónica en versos complejos por su forma alambicada en los que se cuentan y describen tanto los bienes y las abundancias de la naturaleza en esos lugares, ya fueran de fauna y de flora, como los enfrentamientos de los indios con los conquistadores y aun las luchas fratricidas de uno y otro bando. Con el mismo nombre “Argentina” decantó una crónica extensa, pormenorizada, de Ruy Díaz de Guzmán, conquistador, historiador del territorio del Río de la Plata, que en 1612, año de su escritura, incluía la Argentina actual, Paraguay, Uruguay, sur del Brasil y sureste de Bolivia. Fue el primer escritor criollo nacido en la región y el primero en usar el topónimo Argentina para designarla. Su padre español y su madre, Ibotu Iyú, que era hija del cacique Mokyrasé y de Yaguacá Verá, le dieron la filiación mestiza, la cual 400 años después se carga de misterio y leyenda. Otro de los llamados primeros fue Luis de Tejeda (1604-1680), el primer escritor cordobés, poeta, venturosamente comparado con Góngora por Ricardo Rojas, el gran historiador de la literatura argentina. Su poemario, El peregrino de Babilonia, es un canto de arrepentimiento por su vida licenciosa y disipada que su condición de religioso no logró neutralizar.
Las fechas suelen deparar sorpresas. Muchos años antes de las proezas humanas y poéticas de estos hidalgos españoles, llegó al Río de la Plata Pedro de Mendoza, el fundador, en 1536, nada menos, de la ciudad de Buenos Aires, donde tiene su estatua con los mismos hierros de guerrero fundador que cargaba al bajar de su nave. En la tripulación venía un “soldado lansquenete, viajero y cronista” Ulrich Schmidl, con el acometido, impensable para esas travesías turbulentas, de escribir una crónica, diario o reporte, sobre el Viaje al Río de la Plata. Si estamos celebrando en Alemania el Bicentenario de la Nación Argentina, nadie mejor que Schmidl para recibir los honores, pues nació en 1510, trescientos años antes de la Revolución de Mayo, en Straubingen, Baviera, y murió en Regensburg en 1579 o 1580.
Y fue él quien primero escribió sobre el fuerte donde se emplazó Buenos Aires, un espacio cuadrado, con una empalizada precaria de ramas y de troncos, una ranchería peor o mejor –pero ranchería al fin– que las que perduran en las fronteras de nuestras ciudades hoy en el año de 2010. Y fue también él quien dibujó la primera vista de Buenos Aires, el encierro de chozas, con un caballo, dos puercos maniatados, un cañón y varios conquistadores ensombrerados o encasquetados haciendo sus menesteres, uno de los cuales era ahorcar, tal como se ve en una horqueta de la que penden varios cuerpos. Ulrich Schmidl recorre durante veinte años lo que llama “Paraíso de las selvas del Paraguay y del Chaco”. Su relato tiene una gran mesura, casi se diría que reprime el espanto y encuentra un estilo neutral y despojado para describir matanzas, sangrientas batallas, hambre, escenas secretas y compartidas de antropofagia, ya fueran protagonizadas por cristianos o por indios y aun entre hermanos. Las escenas más brutales suceden en Buenos Aires en 1537, el día de Corpus Christi. “No he visto en mi vida un país más malsano que éste”, comenta Ulrich en su informe. El paraíso que refiere, no obstante los horrores de muerte que presencia en su viaje, son algunas mujeres que sustrae a la fealdad generalizada que ve a su paso y que para halagar su belleza se permite compararlas con las alemanas de su tierra: “(...) Las indias se pintan de azul, cerúleo, desde los pechos a las rodillas; con tanto primor que dudo que haya en Alemania quien las exceda en artificio y lindura. Andan desnudas (...) son hermosísimas, lascivas y me parecieron muy blancas”.
Esas lejanas crónicas de españoles, que poco a poco habrán de dar cuenta de la paulatina fusión de razas que será el país a través de epopeyas rimadas a veces con destreza, otras con un caudaloso lenguaje que desconoce la economía, preservaron la índole épica de la hazaña de la conquista y crearon el terreno para usos de la palabra más circunscritos. Los modos parecían sortear lo literario para adoptar otras formas que expresaran la singular situación de una colonia de patriotas que luchaba por cortar sus lazos de sometimiento mediante las armas sin poder impedir que la palabra tuviera su valor, aunque no hubiera la voluntad de encontrarla. Esa palabra estaba en toda su pertinencia en los partes de guerra, las proclamas, el himno de la patria nueva, en textos redactados para sostener el código y sus leyes, y todos los discursos que servían para proyectar una nación nueva y, sobre todo, en la correspondencia entre los que habrían de ser los próceres del futuro y en sus memorias, cuyo designio era la ejemplaridad postrera, puesto que las demandas del presente eran impostergables. Correspondía a los que serían llamados prohombres el ordenamiento por escrito de la vida política y militar de su tiempo. Existen así documentos de gran importancia para los historiadores puesto que surgen para establecer la verdad de un acontecimiento, o para rectificar interpretaciones que pudieron dañar su sentido. Era ése el momento de la prosa, todavía quizá lejos del ensayo, que la dota de una especie que habrá de configurarse con el tiempo y con un país más maduro. La prosa cuya virtud era la elegancia, la voluntad de convencer, el deseo político de transformar.
Es posible imaginar la sociedad que poco a poco se asentaba en las ciudades: población escasa, vida íntima apenas compartida en círculos de pertenencia a una burguesía criolla que consolidaba sus valores intelectuales y morales. La importancia del cura y del militar, que en la conspiración revolucionaria no mostraban diferencias, aunque la marca de sus deseos hubiera de revelarse en su momento; la distinción de la clase patriota, que abría sus llamados salones para la tertulia y el intercambio de ideas, de los que no estaban ausentes las mujeres. Algunas habrían de tener protagonismo en los hechos revolucionarios e independentistas. Están lejos de las amazonas que describió Schmidl, a quienes quemaban su seno derecho cuando niñas para que pudieran portar sus armas en la guerra contra sus enemigos. Las “damas” de comienzos y mediados del XIX pretendían autonomía, corrían riesgos en la gesta revolucionaria, narraban sus historias, y hasta podían internarse en la aventura literaria. El tiempo de las crónicas había dejado un terreno literario que podría haber parecido infecundo pero que se nutría de importaciones neoclásicas europeas, insuficientes no obstante para colmar la exigencia intelectual que reclamaba el momento. Entre los miembros de esa sociedad preclara que proclamaba la Revolución de Mayo, abigarrada de ilustres personajes y en permanente hervor tanto en el pensamiento como en la acción, Esteban Echeverría resulta el elegido para cumplir una misión. Ha asistido a las jornadas revolucionarias, se ha empapado de esa realidad nueva, ya argentina, ha observado y tenido parte en las luchas por el poder, se ha ganado el odio de enemigos implacables. Se va a Europa y allí, se diría nimbado por una revelación, conoce a los románticos y se adentra en esa corriente literaria, la única capaz de contener el fuego de su espíritu y los sueños de su generación. Y de interpretar la realidad social desde conceptos que han servido para entender el sentido de una revolución que convoca a los habitantes de todo un país. Personas distintas, con lenguajes propios, que representan tipos sociales diferentes, y que se disponen a iniciar un proceso que se quiere progresivo y libertario. La impronta romántica se manifiesta en la poesía, es sobre todo lírica y estremece en el orden de lo bello, lo triste y lo inacabado. Ignoramos lo que irrumpe de pronto en la escritura de Echeverría o tal vez no haya sido tan de pronto sino una necesidad perentoria de hacerse cargo de la dramática social durante el rosismo. Sólo lo sabremos casi treinta años después cuando, ya muerto él, se descubra en El matadero un relato excedido en su expresión por la fuerza con que narra un acontecimiento que pese a su demasía es ya una costumbre: la matanza de animales, el rastro de muerte y sangre con que se abastece el consumo de carne en Buenos Aires. Terrible paradoja, la sangre y la carne como fuente de riqueza y, para completar la metáfora, la destrucción física del opositor unitario como anticipo de una historia que va a proseguir en cada dictadura, en cada mesa de tortura a lo largo del tiempo. El aura romántica se vuelve realismo crudo, un hito nuevo en la literatura argentina.
Podría pensarse que ese logro realista, aunque no se planteara desde una estética de escuela, estaba insinuando y acaso demandando una relación entre sociedad y literatura que habría de demorar todavía hasta ser realismo propiamente dicho. Todavía hay un estadio intermedio, no por intermedio menos grandioso, que establecerá una obra continental: el Facundo de Sarmiento. Su singularidad extraordinaria demoró todavía un tiempo la resolución de la literatura en géneros. Había crónica, poema, discurso político, relato, pero cuando apareció este monstruo, entendido así por su monumentalidad y el carácter único de su forma, dio comienzo una perplejidad que no cesa respecto del carácter de esta obra. El haber elegido trazar la biografía de Juan Facundo Quiroga, un caudillo del interior irredento, encarnación viva de la barbarie para Sarmiento, no circunscribe la índole de su obra dentro del género biográfico; su minuciosa radiografía del país, en la que se advierte la manera con que abordó los acontecimientos históricos o sociales del país, su naturaleza, la fisonomía de sus tipos humanos y el análisis de sus costumbres; la destreza con que configuró ese texto para combatir al rosismo trágicamente imperante en el país y adecuar el proyecto humanista que lo animaba como intelectual y estadista hicieron de Facundo un libro que excedía todas las clasificaciones. Esa originalidad burló cualquier encasillamiento y se emancipó de la retórica literaria para crear una especie única e irrepetible. En 1845, cuando todavía se sopesaban los alcances del gran salto de mayo de 1810, Sarmiento, que sería presidente veinte años después, se convertía en un clásico, en el primer escritor argentino con una dimensión universal, para seguir con este registro de los “primeros” que fueron pautando una literatura.
Es bastante difícil imaginar cómo se forja una literatura. En qué momento los objetos de una cultura comienzan a tener su espacio y a generar efectos en la sociedad. Se puede intentar, sin embargo, captar esa respiración que produce el deseo de conocimiento en el ámbito privado y en el público. Casas espaciosas, salones presididos por un piano, bibliotecas cada vez más pobladas, lámparas con aura sobre escritorios y secreteres, plumas que prometen escritura en tinteros de plata, pinacoteca de retratos de época, esas imágenes ilustraron la enseñanza de los fastos patrios en las escuelas. Entretanto, se va dando una expresión original, iniciada por un peluquero neoclásico uruguayo, Bartolomé Hidalgo, que culmina con el originalísimo Martín Fierro, épica y elegía a ese tipo singular de las pampas, el gaucho, que muchos consideraron prototipo del hombre argentino. Después, en las ciudades, poco a poco los modelos vistos en Europa; un teatro, una cantante, una ópera de moda; y los generados por la población no menos inquieta por ser menos ilustrada: el teatro popular de las rancherías. La literatura tiene novelas, cuento, dramas, ediciones; crea lectores y un estatuto propio y reconocible, en el momento en el que el país se encamina a una modernidad respaldada por una filosofía positivista de progreso. Y complementada, con todas las ambigüedades del caso, por una inmigración proveniente de varios países de una Europa en crisis que no tardó en cambiar la fisonomía de las ciudades y generar alternativas políticas de enorme trascendencia histórica, el anarquismo, el socialismo y diversas expresiones culturales que tuvieron un carácter definido siempre contestatario que aún perdura en la Argentina de hoy.
¿Hacia dónde se encamina la literatura en este nuevo contexto? ¿Con qué versos se entrecierran los ojos de entonces, cuáles hacen temblar la voz y el ánimo? ¿Dónde se depositan las emociones de fines del XIX? Rubén Darío fue como una ráfaga para estos confines, Chile, luego la Argentina. En el viaje por América este viajero, que no era un conquistador del oro y de la plata pero que los buscaba metafóricamente para homologarlos con su propia riqueza poética, vino a encontrar a sus pares, aquellos que latían en su misma frecuencia y que él ya presentía como sus interlocutores antes de conocerlos. Leopoldo Lugones, Roberto Payró, Enrique Banchs, un conjunto de poetas y novelistas que se habían acompasado con el crecimiento de la modernidad. Iban al ritmo de los trenes, del teléfono, de las redes eléctricas y de las carreteras. Su escritura no podía demorarse en la reproducción inmediata de lo real: la palabra comenzaba a crecer y a dilatar sus alcances, desbordaba el escueto entendimiento y alcanzaba a veces dictaduras políticas e ideológicas que pretendieron hundirlos. El territorio que circunscriben produce extrañas figuras: un arco sale de la matanza del fuerte de Buenos Aires que narró Schmidl, se clava en el terrible matadero de Echeverría, y se reproduce en Operación Masacre de Rodolfo Walsh. Otro va desde los intentos de crear una literatura, Sarmiento y el mismo Echeverría, pasando por una fecunda vanguardia hasta ese Borges que la lleva a escenarios internacionales constituyéndose en un imponente modelo.
En ochenta años, desde el golpe militar del ’30, esos puentes clausurados y esos arcos tapiados encontraron los resquicios para volver a abrirse, tercamente sus corrientes volvieron a regenerar su diversidad. Julio Cortázar, Manuel Puig, Antonio Di Benedetto, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Olga Orozco, Juan José Saer, Alejandra Pizarnik, Tomás Eloy Martínez, Osvaldo y Leónidas Lamborghini nos han narrado, somos sus criaturas. En el horizonte actual los arcos se han multiplicado. La Argentina vive un momento de esplendor. Los géneros literarios se ciñeron a sus coordenadas pero también estallaron en nuevas formas dando cuenta de un poder de conversión y de cambio acorde con el mundo contemporáneo. Del mismo modo que a lo largo de su historia no hubo nunca un rezago, sino siempre la promesa de una articulación nueva, la biblioteca que hoy contiene a la literatura argentina es vasta y desbordante, testimonial de la revolución de las ideas y de las formas e incluye un potente espíritu crítico que no sólo acompaña esa riqueza de la escritura sino que es también una dimensión característica de esta cultura.
Texto leído en la Feria del Libro de Leipzig 2010.
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