ESPECIALES • SUBNOTA
Una mirada, acompañada, desde el estaño.
› Por Enrique Medina
En la semana anterior, don José Carmelo ya lo había anunciado: –¡Festejaremos el Bicentenario como buenos amigos y mejores argentinos, qué embromar!
–Y que pague la casa –agregó el gaita Vicente.
Medio como que don José Carmelo tuvo que pensarlo, no mucho, pero lo que de cajón corresponde a un comerciante de estos tiempos. Así que luego de fruncir el entrecejo, convino:
–... De acuerdo, corresponde, de acuerdo...
Es el día fijado y los clientes habituales van llegando, se acomodan. Emira, la mujer del kiosquero, al ver que en todas las mesas hay flores cercando a una banderita de plástico con los colores azul y blanco, no puede dejar de pensar en voz alta:
–¡Qué belleza!... Esto es un primor...
Don José Carmelo se siente tocado ante la sincera llaneza de la mujer y responde cabal:
–Gracias, Emi, gracias por el piropo, ese es el espíritu que debemos tener todos. Pensar en positivo, mirar hacia adelante y a lo alto en beneficio de la Patria única y dejar envidias privadas y revanchismos políticos. A pesar de todo podemos volver a ser el mejor país del mundo, qué embromar, che...
Y ya lleno el bar, se sirven copas varias, ingredientes y vivas al país y sus fundadores. Al ver que cada uno trae su personaje preferido a cuento como legítimo pretexto para otro brindis, y darse cuenta de que el festejo puede irse a los cañaverales, don José Carmelo levanta la voz pidiendo que corran las mesas para agrandar la pista y despejar las mentes. No termina de hablar cuando ya, expectante, la pista se predispone ansiosa a la caricia de los bailarines. Romy, el veterano mozo, pone en marcha el pasadiscos de 78 y grita:
–¡Primero una ranchera! Se llama Mate Amargo, y le gustaba a mi madre. Así que les pido que bailen en homenaje a ella también.
Sólo dos parejas se animan a moverse al son de la ranchera, una tercera intenta seguirlos imitando la cadencia. Después de los aplausos y nuevos brindis, se escucha el tango de los tangos por Juan D’Arienzo. Las mujeres, invitadas por sus galanes al centro de la pista, se dejan llevar, entregadas como ganado al matadero, pero en el preciso instante en que ellos las abrazan se produce el milagro tácito que sólo el tango logra. Y es que en cada una de ellas surge, con la espontaneidad de un volcán que despierta, la preciosa hembra que el buen Dios no pudo dejar de bendecir. Todas, con achaques y agujas situados en distintas zonas del cuerpo, dejan de ser Doña Cata, la negra Cristina, la petisa Fariola, la gorda Inés, y todas sin excepción cometen la magia de transformarse en tremendas minas sin parangón en el universo y sus alrededores. Minas deseables y generosas que muestran, en la singular elegancia de sus movimientos, la grandeza de la mujer argentina, según filosofa el Pato Gerardi, bebiendo su ginebra de un trago y con entusiasmo.
De repente, cuando ya no se esperaba a nadie, se abre la puerta. Ingresan Bermejo Padilla y Elina Cora, pertenecientes al manojo cada vez más ralo de matrimonios históricos del barrio. Desentonando él, con sombrero y corbata; ella, como diciendo: venimos, ¿y qué?...
En la pista los bailarines se ralentan sin que por ello los hombres dejen de abrazar la cintura de sus parejas, ni éstas intenten despegar sus pechos del calor masculino. Pero se advienen al momento trascendente y se detienen, igual que la música. Don José Carmelo se queda de una pieza, impávido como jabón de lavar, piensa Benito Mieres. Grandes broncas y rivalidades, sin contar aquella recordada pelea a trompadas, los desunen desde hace años. Para deshielar el ambiente, los imparciales se adelantan y saludan con apretones de manos, algún abrazo también, besos a ella, por supuesto. Y le dan espacio en una mesa. Alguien, para aligerar de una vez la linda sorpresa, le pide, por ser hombre culto, unas palabras en consideración al Bicentenario. Bermejo Padilla, director de la escuela primaria de la otra cuadra, carraspea y expone:
–Pienso... y parafraseando a Leopoldo Marechal, bardo porteño que vive en cada una de estas banderitas... que nuestro Bicentenario es un dolor que aún no aprendimos a llorar...
Y claro, antes de que la pausa sea incomodidad, rápido, don José Carmelo acepta el reto y acude con dos vasos, sirve a los bienvenidos y deja la botella. Bermejo Padilla se pone de pie, lo abraza, y balbucea unas palabras justificándose sin necesidad, sólo para cerrar el cuento:
–Que sean mejores los que nos siguen...
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