ESPECTáCULOS
Una verdadera lección de bel canto en manos de grandes especialistas
Uno de los títulos ejemplares del repertorio lírico subió a escena en el Colón con un elenco excepcional. La puesta, bien resuelta técnicamente, fracasa al confundir ingenuidad con infantilismo.
Por Diego Fischerman
El Elixir de amor, estrenada por Donizetti en 1832, plantea una serie de contradicciones. La primera de ellas aparece entre una música que elude cualquier clase de problemática, pero resulta bellísima y de gran inspiración melódica y un texto hoy claramente anticuado y, para peor, cargado de incorrecciones políticas. En esta historia los campesinos son poco más que animalitos capaces de divertirse y festejar incluso al peor de los estafadores y lo que en una ópera seria (con tema histórico o mitológico) recibiría castigos ejemplares o requeriría la muerte como mínima redención, en este caso es apenas un motivo más de alegría. La segunda contradicción es propia de esta puesta de Carlos Palacios y surge de una traslación casi exacta de las que la obra carga en su propia estructura. También aquí, música y texto se enfrentan. Las mejores voces que podrían imaginarse para este repertorio deben comparecer con una marcación actoral en que la compulsión al regocijo se traduce en salticados irreflexivos y soldados (soldaditos) marchando (a destiempo) a la manera de un acto de jardín de infantes. Puede apostarse a la ingenuidad, por supuesto. Pero nada indica que pobreza, ignorancia, egoísmo y credulidad (las características salientes de los personajes populares con los que Donizetti divertía a los burgueses de su época) sean sinónimo de infantilismo.
Paula Almerares como Adina y Raúl Giménez en el papel de Neomorino componen una pareja inmejorable en lo vocal. En el caso de la soprano, un hermoso timbre, homogeneidad en el cuerpo, facilidad para los agudos, coloratura impecable y un perfecto conocimiento del estilo hacen de su interpretación un verdadero punto de referencia. Giménez, pleno y convincente, es (como en las numerosas grabaciones en las que comparte cartel con estrellas de la talla de Cecilia Bartoli) mucho más que un compañero ideal. Su “Una furtiva lágrima”, llena de matices, sutil y exacta, estuvo, en la función del estreno, entre las mejores escuchadas. Gustavo Gibert, en el papel de Belcore, el petulante sargento, estuvo excelente al igual que Luis Gaeta como un payasesco Dulcamara (el estafador) en el que hizo valer su habitual histrionismo junto a una interpretación vocal de gran nivel.
La dirección de Censabella, precisa en lo estilístico y cuidadosa de los matices, no logró, sin embargo, que el deteriorado coro del Colón estuviera ajustado y los frecuentes desfasajes entre éste y la orquesta tuvieron momentos que rondaron la falta de profesionalismo. La orquesta, por su parte, estuvo bien en general aunque en algunas filas, en particular en los cornos, hubo alguna desafinación poco elegante. Un vestuario funcional a la puesta y la correcta iluminación colaboraron con un espectáculo donde, no obstante, lo menos seductor fue lo visual. En relación con la escenografía, la apuesta de Palacios, discutible aunque técnicamente bien resuelta, pasa por derivar toda la acción de un cuadro de Van Gogh. La idea de la imagen estática que toma vida, sin embargo, no consigue plasmar, en este caso, la magia y la sorpresa necesarias. No resulta evidente, por otra parte –ni tampoco particularmente reveladora– la relación de Van Gogh con esta historia de enredos en un poblado rural de comienzos del siglo XIX, con personajes y situaciones que vienen claramente de la tradición de la ópera cómica napolitana. Aun así, la altura de la interpretación vocal es tal que, aunque sea cerrando los ojos, hace que esta versión de L’elisir d’amore valga la pena.