ESPECTáCULOS › PRIMERA JORNADA DEL FESTIVAL MARTHA ARGERICH
Empezó la fiesta inolvidable
La pianista electrizó al público y a la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, pero su presencia en el Colón no fue el único atractivo de un concierto en el que también brillaron Sergio Tiempo y Charles Dutoit.
Por Diego Fischerman
La pianista entró al escenario, como siempre, con la cabeza algo ladeada hacia su derecha. Se sentó frente al instrumento mientras asentía repetidamente y hacía un gesto con la mano, como diciendo “basta, ya está bien”, ante la ovación que la había recibido. Y, tal como es habitual en ella, dio la señal al director para que empezara. Podría decirse que Martha Argerich toca para acallar los aplausos, que para ella hacer música es la única manera de vencer la incomodidad de estar en el escenario. O, mejor, que no hay ninguna razón para estar allí que no sea la de hacer música y que eso debe suceder lo antes posible.
Si hiciera falta un solo motivo para distinguir como extraordinario al concierto con el que inauguró el festival que lleva su nombre, bastaría con la manera en que la pianista tocó esa suerte de revisita a Bach que Robert Schumann coloca a la manera de cadenza cerca del final del primer movimiento de su Concierto Op. 54. El impulso rítmico, la precisión, la claridad contrapuntística, la electricidad de ese pasaje fueron memorables. Con ese momento hubiera alcanzado. O, quizá, con la fantástica primera Escena Infantil, del mismo autor, que la pianista tocó como bis luego de un largo coqueteo con el público. Pero en el concierto hubo mucho más: otro pianista espectacular (a su manera), un director capaz de lograr que cada detalle surgiera con naturalidad, sin afectación pero con la máxima transparencia y, sobre todo, una orquesta que sonó maravillosamente.
Si el efecto que una solista como Argerich puede ejercer sobre todo un cuerpo sinfónico es considerable, transmitiéndole esa especie de urgencia en el sonido que la caracteriza, el producido por Chales Dutoit está lejos de ser menor. El detalle de los matices y en los planos y la homogeneidad de las maderas, ya en el comienzo de Mi madre la oca, de Maurice Ravel (la obra inicial del concierto) mostró el resultado de un trabajo de orfebrería que sería notorio a lo largo de todo el programa. Allí aparece uno de los rasgos esenciales del estilo del director, esa combinación tan impecable como milagrosa entre objetivismo (Dutoit no hace nada que la partitura no indique y, además, hace todo lo que la partitura indica) y expresión. Pero, también, su capacidad para transmitirlo y para mantener la concentración de la orquesta. La Filarmónica de Buenos Aires tuvo, en ese sentido, momentos brillantes. Más allá de un rendimiento colectivo de gran nivel (magnífica entrada de cellos y contrabajos en el segundo movimiento del Concierto de Schumann, excelente el fugato del tercero), fueron notables las actuaciones de Mariano Rey en clarinete, Claudio Barile en flauta, Néstor Garrote en oboe, Fernando Chiappero en corno y de la concertino Haydée Seibert Francia. El solo de violín en el vals de Mi madre la oca fue, en todo caso, tan exquisito como el pianísimo del final que lo siguió.
Sergio Tiempo, un pianista que prácticamente es parte de la familia de Martha Argerich (es su vecino en Bruselas y pasa tanto tiempo en casa de ella como en la suya propia) abrió la segunda parte con las virtuosísticas Variaciones sobre un tema de Paganini de Sergei Rachmaninov. Como en mucha de la obra de este autor, los fuegos artificiales suelen eclipsar pensamientos más profundos. Tal vez el momento más interesante seaprecisamente el que menos despliegue técnico demanda por parte del solista, esa fenomenal variación lenta que evoca el lenguaje musical cinematográfico (y que fue evocada por él hasta el hartazgo). Tiempo, cuya versión junto a Mischa Maisky de las Sonatas y otras piezas para cello y piano de Mendelssohn acaba de ser publicada por Deutsche Grammophon, es un intérprete espectacular en el sentido más estricto de la palabra: hace gala de una digitación impecable y de precisión quirúrgica, un sonido expansivo y una increíble capacidad explosiva. El final del concierto fue una nueva prueba de excelencia por parte de la orquesta: una interpretación antológica de la Suite de El pájaro de fuego de Igor Stravinsky (en la versión de 1919). Reunir en un solo escenario individualidades de la talla de las que protagonizaron la apertura del festival Martha Argerich es en sí un acontecimiento. Pero que el resultado haya sido todavía más que la previsible suma de esas partes es, eventualmente, lo que convirtió esta noche de sábado en algo inolvidable.