ESPECTáCULOS
“Queremos exigir un rol crítico en el espectador”
El director Manuel Iedvabni y la actriz Marcela Ferradás abren hoy la programación del nuevo Teatro Bar Tuñón. “Historias de Malamor” engloba dos monólogos que reflexionan sobre la traición.
Por Hilda Cabrera
Dos monólogos escritos, en principio con independencia uno de otro, conforman Historias de malamor, espectáculo que inaugura la programación artística del nuevo Teatro Bar Tuñón, de Maipú 851. Se trata de dos textos, Felicidad del pueblo, grandeza de la Nación, de Guillermo Saccomanno, y Muerte íntima, de Liliana Escliar, protagonizados por Marcela Ferradás (cuya última participación en teatro fue en la reposición de Nuestro fin de semana, de Roberto Cossa, en el Cervantes, y en televisión, en la tira “099 Central”, donde cumplió el papel de “una humilde provinciana que defiende a su hija”). Conduce estas Historias... Manuel Iedvabni, director de amplia e importante trayectoria, especialista en adaptación de obras de Bertolt Brecht y puestista de destacables piezas de cámara. Es el caso, entre otras, de Conversación en la Casa Stein sobre el ausente señor von Goethe, de Peter Hacks, y de obras de humor revulsivo, como Las presidentas, del austríaco Werner Schwab, uno de los mejores trabajos de la temporada 2002.
Historias..., una apuesta en cooperativa, se podrá ver hoy a las 21 en una función de preestreno destinada a los lectores de Página/12 que hayan retirado sus entradas (gratuitas) en la redacción del diario. El estreno oficial está previsto para el sábado, también a las 21. En diálogo con este diario, la actriz y el director (el mismo de Tres mañanas, Diario de una camarera, Dreyfus, de una última versión de Soledad para cuatro y de la premiada Una bestia en la luna) señalan el origen literario de los autores: “En los dos casos se trató de un trabajo iniciático. Ellos provienen de la narrativa, y esto fue muy atractivo para mí”, apunta Iedvabni. “Sus literaturas son diferentes y eso le da un color particular a cada monólogo, aun cuando sea una misma actriz la que lo interprete.”
El entramado de los textos es –en opinión de estos artistas– el resultado de una tarea conjunta: “En Felicidad del pueblo... compongo a la amante de un político –cuenta Ferradás– y en Muerte..., a la esposa de éste. El personaje en común es el hombre, aquí ausente, quien además acostumbra regalarles nardos a las dos mujeres. El primer monólogo tiene su origen en un cuento de Saccomanno, reelaborado junto con Manuel y representado en el ciclo Teatro X la Identidad. Era una pieza breve, de unos treinta minutos, que necesitamos enlazar con otro texto para poder armar el espectáculo. Ahí nació la idea de convocar a otro autor. De común acuerdo, decidimos llamar a Liliana. Después de debatir, llegamos a la conclusión de que era la mujer de ese político quien debía tener voz en el segundo monólogo. El tono elegido fue el de la tragedia griega, porque esa señora se parece a una Clitemnestra confesando el odio que siente por su marido, especie de moderno Agamenón.
–¿Cómo definirían a estas historias?
Marcela Ferradás: –Como situaciones de abandono y venganza, y de traición de un pacto, como es el de una alianza matrimonial.
–¿De qué modo se relacionan con el tema de la identidad?
M. F.: –Ese tema está tratado en sentido amplio y desde el lugar de las apariencias: desde el ser y el parecer. Estos personajes son diferentes de lo que parecen, y además sufren mutaciones. El político que conoce a Rita, una prostituta, en la confitería Del Molino, cree que es una muchacha como cualquier otra. Un hermano de este hombre es uno de los tantos desaparecidos durante la dictadura militar. El se metió en política para mantener viva la memoria de ese hermano. Sin embargo, su deseo de justicia va en otra dirección y no tiene reparos en andar en asuntos oscuros. Termina siendo un corrupto más.
–¿El eje podría ser la mentira?
M. F.: –Diría que el deseo de confundir al otro, de aparentar lo que no se es para después establecer un pacto. El hombre le pide a Rita exclusividad amorosa y, algo insólito, que no se depile más. Ella deja de ser lo que era, y se transforma en una maraña de pelos que camina. Ahí aparece otro desajuste de la identidad.
–¿Trabajaron anteriormente juntos?
Manuel Iedvabni: –En El Diablo y Dios, una obra de Jean-Paul Sartre (en el original Le Diable et le bon Dieu, de 1951). Fue en el teatro Galpón del Sur, en 1990. En ese lugar estrené varias obras, algunas de experimentación, con artistas jóvenes. También Santa Juana de los Mataderos, de Bertolt Brecht, obra de 1932, donde Juana predicaba llevando un plato de sopa.
M. F.: –Ahora, en el Tuñón, presentamos estos monólogos sin solución de continuidad, en un ámbito poetizado y sin cambios de escenografía, que es, como el vestuario, de Alberto Bellatti (las luces son de Roberto Traferri y la asistencia de dirección, de Rodrigo Garbarino).
–¿A qué apuntan con este montaje?
M. I.: –Mi propósito es continuar con la metodología que vengo aplicando a mis trabajos desde hace unos diez años. Mi interés está depositado en el intérprete. Busco apartarme de los códigos de la “representación”, privilegiando la vivencia del actor (o actriz) a la vista del público. Quiero que el intérprete vibre en el mismo momento en que está en escena y no que “represente” la vibración. Cuando los intérpretes son buenos interlocutores, cuando saben confesarse, el espectáculo se convierte en un hecho vivo.
M. F.: –Esa potencia testimonial de la actuación es para mí un descubrimiento. Manolo no es el mismo que me dirigió junto a mis otros compañeros de elenco de El Diablo y Dios. En Historias... me encontré con alguien que no me dejaba hacer lo que ya sé, lo que conozco y está probado. Tiene la destreza de colocar al intérprete en una situación incómoda y ver cómo la resuelve. Lo hace con delicadeza y fomentando la creación.
M. I.: –Esta es la línea que seguí para el montaje de Conversación... Prefiero que el intérprete no se acomode a la concepción que de antemano puedo tener yo sobre el personaje. En realidad, pienso que el director es quien debe partir del actor (o actriz), de su testimonio escénico, y no desde él mismo. Esto lo intenté también en Chéjov, Chejova (obra de François Noher), donde mezclé elementos del impresionismo con algunos del teatro brechtiano: el que exige del espectador un rol activo y crítico, por ejemplo. Se trata de profundizar en las emociones, no importa cuáles, como en Las presidentas. Quizás en Historias... mi principal preocupación fue impulsar varias metamorfosis a la vista del público.
M. F.: –Por eso yo no recibo en esta obra las marcaciones que generalmente hacen los directores: la de indicarme, por ejemplo, cuándo levantar un brazo o una copa. Manuel me da espacio para descubrir a mis personajes. Una libertad que significa riesgo, porque él no marca pero me lanza hacia un punto que yo experimento como un lugar de borde.