ESPECTáCULOS
La locura construye el sentimiento teatral de la vida
“Una carretilla de música”, de Vicente Zito Lema, parece responder a la pregunta básica de si hay formas de representar la locura.
Por Horacio González
Como en otras obras de Vicente Zito Lema, en Una carretilla de música hay un visitador, un testigo que encarna el drama del conocimiento y abre la acción desde fuera de la locura. Es el único que puede vislumbrar los estragos del desvarío. Pero también es el que sabe que su situación exterior es un obstáculo para comprenderla plenamente. Quizá todo el teatro de Zito Lema debe ser puesto en esa misma situación del visitante, que lucha por comprender y siente la resignada intranquilidad de ser testigo de perturbaciones sin nombre. No puede ser igual a ellas pero una oscura atracción lo lleva a explorarlas. Es el otro, pero sobre su figura esencial se recortan las sombras corales de la locura. Una carretilla de música propone un texto que se sitúa en el centro de esta tensa contradicción, gesto inicial de lo que quiere develar el teatro de Zito Lema.
Es un teatro de amplios volúmenes en movimiento y respiración rapsódica. De una masa anónima inicial se van plasmando los personajes que se definen de repente con su alucinada carga monologante. El drama del que quiere entender la locura y la locura misma es el acontecimiento a ser representado. ¿Se puede representar la locura? Ese es el azoramiento originario del teatro de Zito. Por eso se intenta que en la locura se encuentre todo lo que es necesario para comprender la vida, el sexo, el dolor, la redención de los humillados. Y ese intento de investigación de la locura es teatral y por la misma razón también nos acerca implícitamente a los orígenes mismos del teatro.
En este caso es un teatro de blasfemia y grito, con grandes pasajes remitidos a los clásicos énfasis del grotesco. Los locos lo son a partir de su lenguaje: como en Una carretilla de música hay una alusión a un episodio ocurrido en un hospicio de Corrientes, un sabor lingüístico especial impregna la obra, por lo que los tonos subyacentes de la típica inflexión correntina –por cierto muy bien logrados– le dan a la demencia los alcances de un extraño arcaísmo. Es como si la locura tampoco alterara las vetas de las culturas populares más antiguas, mostrando incluso que las expresa con más fuerza.
Proyectados como espectros sobre una muchedumbre indiferenciada, surgen súbitamente los personajes del teatro de Zito. Sus acciones están inscriptas en su cuerpo y en su lengua. Son personajes que se desprenden de un monólogo único, una doliente letanía, que va dando su descendencia, procreando criaturas y generando acciones de los actores. El labrado de los personajes se hace desde ese todo inicial, con algo de auto sacramental y algo de circo-teatro.
Carnavalizada (por así decirlo) la representación de la locura, y sin que se deje de reconocer cierta estructura de rezo y plegaria en el habla enigmática de los locos, la execración que toma la lengua de los personajes tiene contrapuntos inmediatos en el lirismo con el que se expresan esas pequeñas gentes. La locura parece como una de las vías al misticismo y los pasajes de sainete conviven con alusiones a la salvación extraída de un catálogo irreverente, que subvierte los fundamentos sagrados del lenguaje pero para poder aludirlos.
Teatro alegorista del suplicio humano, situado en Corrientes, palabras como Curuzú Cuatiá, extraídas del suave dulzor de la lengua guaraní, impregnan de un regusto criollo los parlamentos fantasmales que a la manera de un misal impuro permiten ver sobre qué fondo virginal lanzan su retahíla de maldiciones y esperanzas. Son la palabra del “loquero” como teatro medieval de la razón perdida y místicamente encontrada. El violoncello de la médica oficia como contrapunto de la lengua partida de los locos pobres, con una situación de cámara, alusiva a las conciencias sutilmente ennoblecidas por el arte. Pero el texto que van jugando los personajes también se configura como una procura del paraíso perdido, hablado como entre sueños con la lengua gemebunda y a la vez reivindicativa de los humanos abandonados.
A diferencia de otras obras de Zito Lema, no hay en Una carretilla de música una búsqueda de la blasfemia y la obscenidad como conductoras invertidas de lo sagrado. En el texto se destacan mucho más sus planos elegíacos y simultáneamente candorosos, y menos la búsqueda de un dios oscuro interrogado por la vía de la imprecación. Con pasajes que alternan la concupiscencia y una tenue comicidad de esperpentos, se busca explorar el origen del acto del comediante y las raíces inmemoriales del servilismo. Como en Gurka o en Locas por Gardel, está presente la búsqueda de la raíz teatral del delirio y el desvarío como el origen del sentimiento teatral de la vida. En lo que podría ser una curva dialéctica, al lenguaje popular inspirado en un lirismo religioso se lo arroja, como con una carretilla, sobre la música sombría de las escorias de la existencia. Y luego de allí, este teatro, este texto, estos actores –que actúan con medios materiales sumarios pero muy imaginativos– exploran las grandes promesas de un intuido desagravio.