ESPECTáCULOS › EN MEDIO DE LA CRISIS, EL TEATRO TUVO UNA TEMPORADA NOTABLE
La gente busca salir, entretenerse, pensar
La cartelera porteña sumó cerca de 500 espectáculos, en un amplísimo panorama de propuestas, lenguajes y estéticas. En paralelo con la situación social, los teatristas argentinos comprendieron que en la organización estaba la llave. La calidad de las obras hizo el resto.
Por Hilda Cabrera y Cecilia Hopkins
En un año de protestas y desenmascaramientos, de exclusión social y pérdida de material humano que costará tiempo y esfuerzo recuperar, quienes se hacen cargo del teatro en Argentina se lanzaron a producir como antídoto contra la angustia. Con cambio de autoridades en el Instituto Nacional del Teatro –tras la caída del gobierno radical quedó a cargo de José María Paolantonio, quien acaba de anunciar la firma del decreto 2278, que otorgaría a la entidad un presupuesto de 11 millones– y en el Nacional Cervantes, cuyo titular es desde marzo Julio Baccaro, los teatros oficiales, incluidos los que se encuentran bajo la órbita del gobierno de la ciudad, lograron encarrilarse a pesar de tensiones y recortes.
Es probable que 2002 haya sido el año de la conciencia en acción: la certeza de vivir en una Argentina rifada apuró los tiempos, y tras la catarsis colectiva que desató la débâcle de diciembre de 2001, organizarse fue, también en lo teatral, la alternativa de supervivencia. Se sacó partido de la experiencia y la imaginación, y la cartelera porteña sumó cerca de 500 espectáculos. De ahí que presentar un balance implica asumir la limitación de no haber visto todo. El recuento es una aproximación a una actividad que, aun con desniveles y tropiezos, se impuso con gran variedad de temas y estéticas. Se trataron asuntos tanto trascendentales como nimios y se bosquejaron historias de vida. Un ejemplo de esto último fue el ciclo Biodrama, coordinado por Vivi Tellas, donde se destacó Temperley, sobre dramaturgia de Luciano Suardi y Alejandro Tantanian.
Integrados en su mayoría por obras breves y experimentales, renacieron ciclos y encuentros, como Proyecto Puentes, Contra viento y marea (en el Celcit) y el IV Festival del Rojas, en tanto las salas independientes se mantenían activas con espectáculos propios y ajenos. Es el caso, entre muchos otros, de Andamio 90, IFT, Callejón, Del Abasto, Vitral, El Portón de Sánchez, Camarín de las Musas, El Excéntrico de la 18ª y La Casona. Los centros culturales funcionaron a pleno, y se multiplicaron los ciclos destinados a la Identidad y la Memoria. Teatro X la Identidad, impulsado por Abuelas de Plaza de Mayo, cumplió un nuevo año, y algunas obras participaron de un encuentro en La Plata, Escenas del pasado presente.
El derrumbe del país y el desencuentro social se colaron de manera diversa. A veces a través del montaje de piezas de autores extranjeros, en las que se descubrían puntos de contacto con asuntos cercanos. Esta mirada valorizó la puesta de Las presidentas, cuyos diálogos corrosivos daban cuenta de un desquicio social que los personajes convertían en rito. Esta pieza del austríaco Werner Schwab fue interpretada con arte por Graciela Araujo, Thelma Biral y María Rosa Fugazot, dirigidas por Manuel Iedvabni. De otro austríaco se estrenó Resplandor en los Alpes, una puesta de Juan Freund. La coerción y la tragedia sufrida por otros pueblos fueron el eje de Son palomas, de Daniel Jorge Fernández. Allí se recordaba la matanza de armenios por los turcos, pero su puesta se convirtió en alerta de un genocidio universal. Otra propuesta referida a otro país y otra historia, Cuento de hadas, de la uruguaya Raquel Diana, hurgó también, desde una mirada femenina y doméstica, en un tiempo oscuro y no demasiado lejano.
Ya en el terreno de lo propio, Finlandia, de Ricardo Monti, reflejó a fondo el desamparo. Las reflexiones sobre la desintegración y la muerte generaron títulos como Lomorto (carnavali dramático), basado en improvisaciones, conducido por Pompeyo Audivert y Andrés Mangone; El suicidio (apócrifo I), de Daniel Veronese y Ana Alvarado, integrantes de El Periférico de Objetos, donde, acaso, quedó expuesto el agobio de no poder sostener un anhelo: mantener contacto con lo vivo y no con la podredumbre. El estreno de Los murmullos significó otro descenso al infierno de la dictadura más feroz, y La clase del Marqués de Sade, deCarlos Somigliana, una mirada si se quiere humorística sobre la corrupción de los poderes institucionales, incluidas la iglesia y la policía.
Casi al finalizar el año se presentaron Una carretilla de música, de Vicente Zito Lima, y La prudencia, de Claudio Gotbeter, pieza de humor absurdo. Pero se vieron otros trabajos que, igual que éstos pero de distinta manera, reflejaron a un país quebrado, como El paciente, una desoladora obra de Luis Cano; la excelente Freno de mano, de Víctor Winer, donde una pareja ve frustrados sus sueños de salvación económica (la actuación de Victoria Carreras y la dirección de Roberto Villanueva fueron decisivas); y Lo que va dictando el sueño, de Griselda Gambaro. Dirigida por Laura Yusem, la pieza juega con las fantasías liberadoras de sus personajes y las tensiones que provoca lo que va camino de desaparecer.
La imposibilidad de concretar algo quedó plasmada en Pampa, así como Y sus pies tocaron la tierra fue espejo de un “exilio emocional”. Siempre nada, de Orlando Leo, apuntó a la desesperanza argentina, especialmente de los más jóvenes. El mercantilismo sobre la cultura fue dramatizado en Pequeños fantasmas, y en La madre, la puesta de Raúl Serrano y Carlos Branca, se quiso homenajear a las Madres de Plaza de Mayo. El suicidador, de Luis Sáez, apareció como retrato de una perversión social; Esquirlas, de la persecución política, y El Gran Funeral o Transvaloración, de la perversión de los ideales comunitarios. Los creadores de este espectáculo de teatro callejero (La Runfla) se encuentran entre los más perseverantes del género, como El Baldío (El Palomar), que organiza espectáculos de sala y, periódicamente, seminarios y encuentros en la Quebrada de Humahuaca.
La presión social, los desencuentros y el extravío de la identidad incidieron en obras tan disímiles como Las polacas (sobre la trata de blancas en la Argentina a comienzos del siglo XX), y las logradas Lengua madre sobre fondo blanco, de Mariana Obersztern, Ya no está de moda tener ilusiones, de Ariel Barchilón, Juego de escondidas, de Paul Auster, y El padre, de August Strindberg, que dirigió Pablo Ruiz. Los choques en el seno familiar fueron radiografiados con desaforada violencia en Extinción, otro acierto de la temporada, que dirigió Rubén Szuchmacher y tuvo en Ingrid Pelicori a una intérprete de excepción. Diferentes, pero también apuntando a las conflictivas relaciones humanas, Sonata otoñal, de Ingmar Bergman, mostró a un elenco homogéneo y a una Verónica Del Vecchio convertida en revelación, como lo fue Esteban Pérez en Stéfano, vista en el Cervantes. Otra pieza de interés en el campo de las relaciones fue Mi querido mentiroso, con Norma Aleandro y Sergio Renán.
Se rescataron clásicos, argentinos, como Relojero, Mateo y Stéfano (acertada puesta de Juan Carlos Gené), y otros de autores más cercanos en el tiempo como El reñidero, de Sergio De Cecco, por el Grupo de Teatro del Nacional Buenos Aires, que reestrenó El Duende; Aeroplanos, de Carlos Gorostiza, Nuestro fin de semana, de Roberto Cossa, en una cuidada puesta de Hugo Urquijo; y una versión de 300 millones, de Roberto Arlt, dirigida por Claudio Tolcachir (Jamón del diablo, cabaré). Entre los extranjeros sobresalieron Para todos los gustos, de William Shakespeare, en versión y dirección de Miguel Guerberof, la desarticulada puesta de Vivi Tellas sobre La casa de Bernarda Alba (búsqueda de un montaje novedoso en el que se distinguieron los trabajos de Mirta Busnelli y Lucrecia Capello); Final de partida, de Samuel Beckett, dirigida por Berta Goldenberg, La voz humana, de Jean Cocteau (de la que se ofrecieron tres puestas de diferentes actrices), y El zoo de cristal, con lucimiento de Claudia Lapacó en el papel de Amanda Wingfield. La historia argentina fue revisitada a través de El farmer, de Andrés Rivera, y, entre otras piezas, de Juana Azurduy, dirigida por Alberto Rubinstein. Personalidades de diferente extracción interesaron a autores e intérpretes. Así nacieron El petiso orejudo, de Luis Ordano, Ritto por cinco (sobre figuras del rock, la política, la literatura y la iglesia), Sabor a Freud, de José PabloFeinmann, y Fridas, donde Ana María Casó homenajeó a la artista plástica mexicana Frida Kahlo.