ESPECTáCULOS › “PROMESAS”, UN DOCUMENTAL SOBRE NIÑOS ISRAELIES Y PALESTINOS
Cuando la guerra tiene otros ojos
El mérito del film, realizado por tres cineastas de orígenes muy diversos, es haber sabido mirar una realidad que está al alcance de todos, pero que es olvidada por la cobertura de los medios: la de los chicos de la guerra.
Por Luciano Monteagudo
Viven a 20 minutos de distancia entre sí, pero no sólo hablan distintos idiomas: en la mayoría de los casos, también se consideran enemigos. Son siete chicos, cuatro israelíes y tres palestinos, entre 9 y 13 años. Todos son víctimas, no sólo de una situación de guerra cotidiana sino también de la violencia atávica y de los prejuicios con que han sido inculcados desde que nacieron. Varios de ellos, además, tienen la experiencia de haber padecido la muerte violenta de algún amigo o familiar directo, en un atentado terrorista palestino o bajo la metralla indiscriminada del ejército israelí. El mérito de Promesas, un documental realizado por tres cineastas noveles de orígenes muy diversos –B. Z. Goldberg es estadounidense/israelí, Carlos Bolado, mexicano, y Justine Shapiro proviene de Sudáfrica,– es haber sabido mirar hacia una realidad que está allí, al alcance de todos, pero que es permanentemente olvidada por la cobertura de los medios: la de los chicos de la guerra.
Filmada en Israel y en los territorios ocupados de la franja occidental entre 1997, 1998 y 2000, un período de relativa calma que siguió a los acuerdos de Oslo (luego echados por tierra), Promesas tiene el pudor y la nobleza de evitar los golpes bajos, de cualquier índole. La película se limita a hacer preguntas sencillas y a escuchar atentamente las respuestas de unos y a otros, hasta eventualmente ilusionarse con la posibilidad de un encuentro, aunque sea fugaz, entre algunos de ellos. Nada más, pero tampoco nada menos.
Yarko y Daniel son mellizos, viven en el sector judío de Jerusalén, pero no son religiosos. Admiran la figura de su abuelo, que sobrevivió a la Shoah y que les dice claramente que no cree en Dios. Ellos mismos, cuando van de visita al Muro de los Lamentos con uno de los cineastas –“B. Z.”, que habla varios idiomas y se logra entender con todos– reconocen que esos hombres barbados, vestidos de negro y murmurando con severidad sus oraciones les dan literalmente “miedo”. Otro de sus miedos: tomar el ómnibus. La línea 28, que los lleva al colegio, es una de las que más atentados ha sufrido, pero tomar el 22 no necesariamente los deja más tranquilos. “Siempre estamos viendo gente sospechosa”, reconoce uno de los mellizos.
Del otro lado de los pasos de frontera y de los checkpoints a cargo del ejército israelí –sin enunciarlo jamás, el film denuncia claramente el estado de ocupación bajo el cual vive gran parte del pueblo palestino–, en el campo de refugiados de Deheishe viven Sanabel y Faraj. La chica es hija de un dirigente palestino, que lleva ya dos años en prisión sin cargos ni juicio a la vista. Aprende baile y forma parte de un grupo que cuenta la historia de su pueblo a través de la danza. Por su parte, el chico, Faraj, tiene un discurso abiertamente anti-israelí y –con la ayuda de los cineastas, que los introducen clandestinamente del lado prohibido de la frontera– acompaña a su abuela a visitar la aldea en donde alguna vez vivió su familia. Todo ha sido arrasado. Sólo queda piedra sobre piedra.
No muy lejos de allí, en un asentamiento judío de la línea dura, Moishe le dice a la cámara que no quiere conocer a ningún chico palestino. Ni siquiera verlos de cerca. Como para darle la razón, del otro lado del alambre de púas, Mahmoud, un admirador de Hamas, afirma muy suelto de cuerpo que “cuantos más judíos matemos, menos habrá”. Y en la ciudad vieja de Jerusalén, el pequeño Shlomo, hijo de un rabino y dedicado a estudiar la Torah 12 horas por día, también se resiste a un encuentro, pero enfrentado azarosamente, cara a cara, con un par palestino, se resigna –ante la falta de otro lenguaje en común– a una improvisada competencia de eructos, que al menos les arranca a ambos una tímida, desconfiada sonrisa.
Pero los cineastas van por más y convencen a los mellizos israelíes, los más abiertos al diálogo, a visitar un campo palestino de refugiados. Faraj se resiste, pero finalmente Sanabel lo convence: “No conozco a un solo chico palestino que haya tratado de explicarle nuestra situación a un chico israelí”, le dice. Todo en el film está dirigido a este encuentro, que prueba ser aún mucho más fructífero y emotivo de lo que los mismos cineastas parecían esperar. La película –que por momentos es formalmente bastante primitiva y a veces incluso hasta un poco torpe– consigue otro hallazgo. Dos años después de esa reunión, en la que parecía que había un futuro común por delante, la cámara vuelve a entrevistar a los mellizos y a Faraj. Ya son preadolescentes, tienen otras preocupaciones y, por encima de todo, el contexto político ha empeorado gravemente. Ya no es tan fácil ahora mantener esas promesas de las que habla el título del film y que quedan suspendidas, más que como una esperanza, como un interrogante cruel.