ESPECTáCULOS › “DESPUES DE LA RECONCILIACION”, DE ANNE-MARIE MIEVILLE
Las lágrimas amargas de un tal Godard
En el film de su compañera desde hace treinta años, el legendario director francés se permite, como actor, jugar un paso de comedia y también llorar desconsoladamente. En el otro extremo del arco expresivo, “Amor ciego”, de los hermanos Farrelly, se propone como una irreverente farsa romántica.
Por Luciano Monteagudo
Compañera y colaboradora de Jean-Luc Godard desde los tiempos de lucha de Ici et ailleurs (1973), la cineasta Anne-Marie Miéville da la impresión de haber realizado sus films –entre los que está Le livre de Marie, el corto que acompañaba la proyección del polémico Je vous salue Marie (1984)– siempre a la sombra de los de su mentor. En este sentido, Después de la reconciliación es una confirmación y a la vez una desmentida de esa presunción. Ya desde el prólogo mismo, casi quince minutos en video que son una suerte de ensayo de rodaje del film que se verá luego, Después de la reconciliación ostenta un evidente aire de familia con el cine de Godard, no sólo por la presencia de Godard mismo en la pantalla sino también por la manera de poner a la imagen y a la palabra en una relación dialéctica, de permanente fricción.
Esa huella, tan marcada a fuego, no se borrará, por cierto, en los restantes 60 minutos de proyección, pero en ese pequeño teatro de cámara, donde a lo largo de una serena velada dos parejas se cruzan palabras como espadas, el film de Miéville probará también tener su propia personalidad, una cierta ligereza y un sentido del humor que no siempre se encuentran en el cine de Godard.
¿De qué conversan esas dos parejas (Claude Perron, Jacques Spiesser y la propia dupla Godard-Miéville) reunidas en un suntuoso departamento de París? En principio del amor, de la belleza, de lo que es la vida, o debería ser: un viaje o una aventura (“La parte de la vida que vivimos es ínfima, el resto es tiempo”, se recrimina uno de ellos). Pero sobre todo discurren sobre la palabra misma: la ponen en cuestión, la convierten en objeto de reflexión y hacen del puro diálogo una de las bellas artes.
Este discreto encanto de la burguesía tiene, hay que reconocerlo, tramos jactanciosos y otros solemnes, pero también sus momentos de humor, que no son pocos y que involucran mayoritariamente al propio Godard, que se revela como un magnífico comediante. Su técnica, podría decirse, es minimalista: consiste simplemente en plantarse frente a la cámara tal cual es, o tal cual el espectador consecuente de sus films se acostumbró a verlo ya desde la lejana Sin aliento: desgreñado, un tanto melancólico, hojeando siempre un diario o algún libro, como al azar. Al mismo tiempo, siempre está listo para lanzar esos epigramas que lo han hecho famoso, o para devolver una réplica con la misma rapidez con que lo haría en una cancha de tenis (su deporte favorito).
Hay dos escenas en las que Godard brilla particularmente y justifican la visión de Después de la reconciliación, al menos para los seguidores incondicionales de su cine. Una es un divertido paso de vaudeville, cuando Godard y la amiga de su mujer se quedan solos en el departamento y ella, con la técnica más depurada de una bailarina, hace todo lo posible por seducirlo, mientras él se comporta como si fuera un peluche completamente laxo, sin vida propia. “Lo único que logra es sofocarme”, se queja él, ante la vana insistencia femenina. En el otro extremo, hacia el final, cuando Miéville le cuestiona a Godard su silencio y su resignación, él se retira al dormitorio y la cámara de pronto, inesperadamente, lo encuentra en penumbras, llorando, presa de una profunda angustia. Aparece allí un Godard nuevo, distinto, de una rara humanidad: el hombre antes que el genio.