ESPECTáCULOS › “EL JUEGODE LA SILLA”, OPERA PRIMA DE ANA KATZ
La vuelta de un hijo pródigo
Por M. P.
Después de toda una vida lejos de su familia, Víctor vuelve a casa. Pero lo hará sólo por un día. Porque en realidad el hijo pródigo Víctor no vuelve al hogar, sino que simplemente está de paso. Su empresa lo envió a trabajar a algún lugar dentro de la Argentina, así que su poco menos que obligada escala porteña la pasará en familia. Una familia con casa propia y sin figura paterna, liderada por una madre absorbente y tres hermanos menores. Una hermanita hiperactiva y pizpireta que recién está dejando atrás el diminutivo. Un hermano adolescente que aún reniega del baño diario y escucha música a todo volumen encerrado en su pieza. Y una hermana hipersensible y algo lenta en sus razonamientos, pero que se gana todas las atenciones de su hermano mayor.
Como una verdadera estrella. Así es como será recibido Víctor por su familia, y atendido como tal. Parte de la familia también es su ex novia de toda su vida, que se sumará al cortejo –alentada por la familia, con la madre al frente– como si no hubiese pasado el tiempo y Víctor recién se hubiese ido y volviese a quedarse con sus seres queridos y también con ella. Todo parece girar para la familia alrededor del regreso de ese hijo que no vive con ellos, pero con el que apenas si se habla, salvo para recordarle una y otra vez que no está con ellos. Y que lo extrañan. Construyendo lentamente el escenario para un reencuentro –o una crisis, un estallido, cualquier cosa– que jamás sucederá, El juego de la silla parece tan atado al naturalismo de su puesta en escena que termina atrapado en lo que quiere representar. El miserabilismo emocional de un reencuentro cuidadosamente organizado termina empapando un film que carece de vida propia. Y durante casi todo su metraje, lejos de representar la escena simplemente la encarna.
Así, El juego de la silla pasa a ser tan entretenida como puede serlo una reunión familiar llena de vidas ausentes y frases de compromiso, amores pasados y juegos colectivos fuera de lugar y muy poco entretenidos. Sin nada que decir, Víctor vuelve a su hogar. A un hogar que tiene poco y nada para darle, salvo una sobredosis de inútil sentimentalismo. Y en esa trampa es donde también queda atrapado el film, que parece tan desesperado como esa familia por descubrir y/o recrear algo fundamental detrás de un viaje efímero. En ese limbo se pierde la película de Ana Katz, sin encontrar otro rumbo que el de recorrer meticulosamente todos los ridículos y emocionales pliegues de un (re)encuentro inevitablemente vacío.