ESPECTáCULOS › “ASSASSINATION TANGO”, ESCRITA Y DIRIGIDA POR ROBERT DUVALL
Un killer entre cortes y quebradas
Aunque elude los pecados que el cine suele cometer en relación con el 2x4, el film abunda en la pasión musical y descuida la trama.
Por Luciano Monteagudo
La fascinación que ejerce el tango sobre los cineastas extranjeros que se asoman a Buenos Aires es proverbial. Basta con recordar un par de ejemplos relativamente recientes –La lección de tango, de Sally Potter; Tango, de Carlos Saura– para darse una idea del tipo de películas que suele producir ese malhadado encuentro entre dos mundos: infatuadas, superficiales, estereotipadas y para un indeterminado consumo “for export”. No es el caso, en absoluto, de Assassination Tango, un film al que es muy fácil caerle encima con un rosario de cuestionamientos –a la inverosimilitud de su nudo dramático, a la laxitud de su puesta en escena, a la coexistencia no siempre lograda de actores profesionales y no profesionales–, pero que no tiene nada del afán decorativo de sus predecesoras y que es capaz de transmitir la convicción con que Robert Duvall (en su carácter de productor, director, guionista y protagonista) asumió el proyecto.
El célebre coronel Kilgore de Apocalypse Now! es aquí John J., un veterano asesino a sueldo, tan veterano como el propio Duvall, que anda por los 72 años. Vive en Nueva York y está dispuesto a retirarse de su oficio para dedicarse por entero a su mujer (Kathy Baker) y a su pequeña hija, a la que quiere como si fuera propia. La profesión no le ha dado la posibilidad de elegir un refugio mejor que Brooklyn, pero no lejos de su casa disfruta de la camaradería del barrio y de un salón bailable donde es capaz todavía de lucirse con viejos ritmos latinos, entre los que no está el tango, que aún desconoce.
Pero sucede que John J. recibe un contrato, que él decide que será el último: deberá viajar a Buenos Aires y, por orden de no se sabe quién, matar a un militar retirado que habría pertenecido a la dictadura militar. En un acto de irresponsabilidad manifiesta para una película rodada en Argentina (donde, conviene recordarlo, no existió ni un solo caso de venganza contra los torturadores y asesinos de la dictadura, a pesar de la impunidad que disfrutaron en los últimos veinte años), Assassination Tango nunca se preocupa por aclarar o desarrollar este punto de partida. Se hace evidente, en todo caso, que para Duvall se trata apenas de una excusa (una excusa bastante desafortunada, por cierto) con la que extrapola su personaje a la Argentina. Una vez aquí, John J. –como le sucedió al propio Duvall– descubre azarosamente al tango y ya no puede vivir sin él. Mientras planifica su golpe y elude con extrema facilidad una serie de trampas que sus propios empleadores parecen tenderle (le basta con alquilar una piecita mistonga en la vereda de enfrente al hotel donde se aloja), John J. se distrae más y más de su misión específica para dedicarle la mayor parte de su tiempo a conversar con milongueros auténticos –entre quienes brilla María Nieves–, aprender algunos cortes y quebradas y enamorar a una bella morocha argentina que no es otra que Luciana Pedraza, la esposa de Duvall en la vida real.
Esa distracción del protagonista es ciertamente la misma de Duvall como realizador y en esto el film no podría ser más sincero, más auténtico. Poco y nada parece preocuparle al director la trama policial, por llamarla de alguna manera. Por el contrario, concentra sus mejores energías (que en El apóstol, su film inmediatamente anterior, no eran pocas) en organizar una serie de escenas de milonga y unos diálogos pintorescos entre la gente más curtida del tango y su personaje, que es cada vez menos John J. para ser cada vez más Robert Duvall.