ESPECTáCULOS › “DON CHICHO”, SINGULAR MONTAJE DE LEONOR MANSO
La América no fue para todos
En la nueva versión del grotesco de Alberto Novión se aprecia con perspectiva histórica la mirada menos romántica sobre la inmigración.
Por Hilda Cabrera
La elección del ámbito en el que se desarrolla esta puesta echa por tierra la creencia de que la mayoría de los inmigrantes de las primeras décadas del siglo XX supieron “hacer la América”. Si bien éste es un asunto aclarado por la historia, la literatura y el arte, pervive como lugar común. Esa permanencia quedó al descubierto en las expresiones que no pocos espectadores vertieron a la salida de una de las funciones de esta puesta de Don Chicho en el Cervantes. Sin embargo es justamente el ámbito elegido, un basural, uno de los aciertos de esta versión del grotesco de Alberto Novión, estrenado en 1933. Y tanto, que esta pieza así renovada por la dramaturgia de Patricia Zangaro y el singular montaje de Leonor Manso se convierte en testimonio histórico y artístico de una endémica inoperancia social para desterrar la miseria.
El espacio en el que transcurre la acción es aquí el de una casilla invadida por un basural. Por otro lado, las actuaciones no se someten a un único estilo, de modo que aquí se conjugan el grotesco, el sainete y el circo, y se mantienen lenguajes de otro tiempo, como el “cocoliche”, característico del colorido personaje que da título a la pieza. El hecho de que produzca extrañeza la inclusión de un inmigrante italiano en un basural proviene de un desconocimiento fomentado a nivel popular. Se olvida muy a menudo que los inmigrantes pobres apenas si alcanzaban a pagar una cama por horas (las llamadas “camas calientes”, donde se dormía por turnos) o alquilar un espacio en el patio de alguna casa, “dividido en fracciones del tamaño de una sepultura”, como escribió el ensayista Ezequiel Martínez Estrada en La cabeza de Goliat.
Es cierto que este Don Chicho no reúne los requisitos del inmigrante trabajador, y por ello la perspectiva de Novión, semejante a la de otros autores de su tiempo, e incluso de anteriores, fue en este punto negativa respecto del extranjero que, según se dejó constancia, instaló junto con su persona comportamientos mafiosos. Si bien el protagonista de esta obra no llega a ese nivel, cuenta en cambio con un hermano cura que bien podría pertenecer a una banda de ese calibre. Don Chicho es presentado como un timador nato: un individuo diestro para el engaño y para explotar a la propia familia, que desconfía de él pero se mantiene unida. Las víctimas, si es que la intención es identificarlas en esta lucha entre pobres, son aquí, básicamente, el hijo mayor Luciano y el abuelo paralítico al que llaman Pietro, nombre que se asocia, aunque el personaje sea otro, a una de las primeras “máscaras” del grotesco rioplatense, cuyo exponente inaugural fue Los disfrazados, obra de 1906 de Carlos Mauricio Pacheco.
Codicioso y cuentero, Chicho construye además de trampas, situaciones de humor, en tanto su mujer Regina es la compañera endurecida, implacable,que vigila a su marido y aprueba o desaprueba lo que éste hace de modo contundente. Ella es al mismo tiempo su compinche y su enemiga, en tanto los hijos son para ambos instrumentos: aprendices de oficios a los que los empujan el padre y la necesidad. El grotesco aparece en estas escenas de familia como una expresión de encierro. Cercados por la basura, sus integrantes sólo regresan a la casa si son perseguidos (como Luciano, el hijo mayor) o cuando pierden fuerzas en el empeño por alcanzar un mínimo de libertad personal (el regreso de Fifina es un ejemplo). Estos ingresan por recovecos, a diferencia del policía que sólo irrumpe desde lo alto. Representa a la autoridad dispuesta a apropiarse invariablemente, y para su disfrute, “del cuerpo del delito”, que aquí es un “ocasional” dinero.
La hipocresía y la codicia son elementos esenciales en esta pieza de Novión que muestra a un padre de familia adorador de Cristo y de la Virgen en sus infinitas apariciones. De ahí la imponente cruz y el pequeño altar que se yergue sobre los desperdicios en los que están sumergidos los personajes. En su puesta, Manso destaca el deseo de libertad que, de modo germinal, se halla en los personajes más jóvenes: en el hijo menor Quirquincho, un soñador forzado a empujar la silla de ruedas del abuelo Pietro y a pedir limosna; en el enamorado Luciano y en Fifina, la muchacha “adoptada” por la familia. La falta de dinero es un asunto central en toda esta historia. Por eso su búsqueda a cualquier precio genera complacencia respecto del que es hábil para obtenerlo. De ahí que Chicho califique de modo generoso al cafishio Rosendo, metido en negocios de caballos y mujeres. De él dice que es un “chancho decente”.
Capacitado para “poner cara de Cristo” al momento de timar a “la gente de buen corazón”, este inmigrante discursea de modo florido y provoca risa en las situaciones trágicas. La obra cuenta en este estreno con actuaciones sobresalientes, como la de Claudio García Satur en el papel de un Chicho fuertemente expresivo pero sin desbordes. La intención no es, según se aprecia, imitar a los capocómicos de otro tiempo (fue el actor Luis Arata quien interpretó al Chicho de 1933). Lucrecia Capello compone a su vez con acierto a una Regina aún no totalmente agobiada por la pobreza e instalada en un nivel de malicia parejo al de su marido. El trabajo del elenco es en más de un aspecto destacable, aun cuando algunos de sus integrantes reiteran, se supone que deliberadamente, ciertas exageraciones, como forma de provocar contrastes violentos: esto se advierte en Malena Figó (Fifina), Miryam Strat (Doña Francisca) y Oscar Núñez (Venancio), los dos últimos ladrones de monedas sustraídas de las alcancías de las iglesias. Es que, como dice Don Chicho, los malandrines están en todas partes.