ESPECTáCULOS
“Encontré algo que estaba en mí y funcionaba con el movimiento”
José Halac es el autor de la música de “Nocáu técnico”, espectáculo de danza que se presenta hoy en el CETC.
Por Diego Fischerman
“Esto no es danza contemporánea, me dijeron. Y yo lo más avanzado que conocía era eso, así que no tenía mucha idea de qué hacer. Les fui ofreciendo cosas. Algo más avant garde, algo más contemporáneo. Hasta que encontré la idea que finalmente funcionó.” Quien dice esto es compositor. Nació en Córdoba, empezó allí sus estudios musicales y luego viajó a Estados Unidos. Nuevamente en Argentina, José Halac está en Buenos Aires para presentar una obra junto al grupo de danza Krapp. La obra se llama Nocáu técnico, se presenta por última vez hoy a las 20.30 en el Centro de Experimentación del Colón y es eso que sus autores consideran más moderno que la danza contemporánea. Los intérpretes corren, literalmente, por paredes, trepan, se estrellan, caen, se burlan, cantan una versión fonética de una canción francesa donde el déjeneur original se convierte en un desopilante “yo conozco a Jean Genet” y juegan permanentemente con el límite físico.
“No se trata de hacer un trabajo mercenario. Lo que hice fue encontrar algo que estaba en mí y que funcionaba para que los bailarines se movieran”, explica el compositor. Ex integrante del grupo Tambor (un fenómeno de discreto culto en Córdoba, donde participó en algún Festival de La Falda), confiesa que el rock dejó de interesarle o, mejor, que dejó de interesarse en él. En un sentido amplio, podría decirse que la música de Nocáu técnico es una obra de rock. Pero es que el rock, ahora, está en otra cosa. “No me interesan las cuestiones de mercado, ni las del rock ni las de la música contemporánea”, dice Halac. “Me interesa hacer música.”
Esa frase, que suena a obviedad, no lo es en su caso. Y basta escuchar esa poderosa composición que, sobre la base de un pulso regular que remeda una especie de disco y del trabajo con la electrónica, crea algo que escapa por igual a los lugares comunes de la música contemporánea y del rock más adocenado. Que para él avant garde sea un estilo más, pasible de ser usado como un recurso, es un dato. Y es que mal podría seguir siendo vanguardista aquello que ya se enseña en las academias.
La obra que presentan en el CETC es un encargo y lo es de la manera más radical posible. Halac y el grupo Krapp no se conocían y fue fruto de la ingeniería (y la visión de futuro) de los directores del Centro de Experimentación (la coreógrafa Diana Theocharidis y el compositor Martín Bauer) que el encuentro prosperara. “En un momento tomé conciencia de que se esperaba de mí que escribiera música para un grupo de danza”, explica Halac. “Y los bailarines tienen una relación corporal con el sonido. Necesitan moverse. La música tiene que decirle algo a sus cuerpos.” La experiencia norteamericana, en todo caso, le enseñó, según él, a ser abierto. “No queda demasiado bien hablar favorablemente de Estados Unidos, pero allí yo aprendí a aceptar cosas más allá de las barricadas y de los preconceptos. Yo llegaba desde aquí, donde hay sectas y sectitas de toda índole y me encontré con gente que respetaba obras y autores de tendencias sumamente diversas. Que le encontraban aquello que tenía de valioso la música de Philip Glass, por ejemplo. Conocí músicos, además, que como John Zorn están frecuentemente en las fronteras y disfrutan haciendo cosas muy distintas entre sí. Que pueden tanto tocar jazz como hacer klezmer o componer una obra para orquesta. Y eso, desde ya, me cambió la manera de pensar.”
La apertura mental, de todas maneras, es para Halac, también, un compromiso. “A mí me gusta mucho Sonic Youth, por ejemplo. Y su último disco es un disco de rock’n roll puro. El primer impulso es de rechazo. A mí me interesaba la experimentación sonora, ¿qué están haciendo? Pero si yo decidí ser abierto, me la tengo que bancar. Debo pensar que si ahora Sonic Youth hace rock’n roll debe ser por algo. Que allí tiene que haber una búsqueda y que no debo escuchar eso desde el prejuicio.” En relación con la recepción de la música y con las maneras en que esos prejuicios impiden que cierta gente pueda disfrutar de cosas que, en realidad, podrían depararle mucho placer, opina que “los conciertos de música contemporánea, investidos de toda esa solemnidad y entendidos como parte de las peleas entre maestros (trasladadas a sus discípulos) o entre sectores del mercado, hacen que una obra maravillosa como la de Anton Webern sea desconocida o, peor, asociada obligatoriamente con ciertas maneras de hacer música y de escucharla. Si esa obra se tocara en conciertos normales, si fuera parte del repertorio musical y no de las barricadas, habría mucha gente que se emocionaría con ellas”.