ESPECTáCULOS
“Camino a casa” marca el apogeo del cine coreano
El autor de “La ville Louvre” se interna en una pequeña escuela rural y descubre, con tanta sensibilidad como austeridad, la maravillosa épica del conocimiento. Por su parte, la directora coreana Lee Jeong-Hyang propone un film de una rara pureza cinematográfica.
Por Horacio Bernades
Tremendo éxito de público y ganadora de varios de los premios otorgados el año pasado por la Academia Coreana de Cine, Camino a casa es el primer film de ese origen que se estrena comercialmente en la Argentina. La propia realizadora Lee Jeong-Hyang se ha mostrado interesada en aclarar que su película (que narra la relación entre un chico caprichoso y su abuela sordomuda, y está dedicada “a todas las abuelas del mundo”) no es ningún film de arte sino una película comercial, y que sólo pretende ser “divertida, fresca y conmovedora”. Potencialmente simplota (por algo ha resultado la primera película de Corea del Sur en conseguir distribución comercial en Estados Unidos) es, sin embargo, el modo en que Lee Jeong-Hyang pone su historia en escena –con mínimos recursos, sólo dos actores en cuadro durante casi todo el metraje y una casi total ausencia de palabras–, lo que convierte a Camino a casa en un film de gran pureza cinematográfica. Y esto es, paradójicamente, aquello a lo que nueve de cada diez directores de “cine de arte” aspiran.
La anécdota es sencillísima: llena de problemas, recién separada y sin tiempo ni mucha paciencia para ocuparse de su díscolo hijo de siete años, la mamá lo deja al cuidado de la abuela, que vive sola, en medio del campo, en una choza de lo más precaria. (Mal)criado en la ciudad, a Sang-Woo no le resultará nada fácil adaptarse a un lugar en el que, para conseguir un simple par de pilas para su game boy, hay que andar un par de kilómetros a pie y rezar para que las tengan en la única tienda del pueblo. Ni qué hablar de comer una hamburguesa o un “Kentucky Fried Chicken”, nada de lo cual forma parte del vocabulario culinario de la anciana. Por otra parte, de entrada nomás queda claro que Sang-Woo no es lo que se dice un niño manso y tranquilo. Para dejar sentado cuánta gracia le hace que la mamá lo deposite en ese rincón del mundo, la emprende a patada limpia y luego le pilla los zapatos. Más tarde tratará a la pobre abuela de “muda estúpida”.
Si a la imposibilidad que la abuela tiene de oír y hablar se le suma que, por la avanzada edad, se está quedando ciega, se tendrá un panorama de las posibilidades de convivencia entre el niño y su octogenaria pariente. Pero, claro, ya lo advirtió la propia realizadora, ésta es una película que apunta a la empatía con el público. De allí que adopte un formato de cuento moral y familiar, en el que la experiencia obligará al pequeño diablillo a convertirse en un chico más tolerante y cariñoso. Antes de que Camino a casa defina, en su último tercio, estas líneas rectoras –que la aproximan a cualquier producto convencional/familiero– el espectador habrá tenido ocasión de disfrutar de una hora y pico de máxima pureza cinematográfica.
El hecho de que ambos protagonistas deban comunicarse por medio de gestos y miradas –antes que por diálogos remanidos– es crucial para ello. No se oye ni un “te quiero” a lo largo de la película. En lugar de eso, apenas el gesto de frotarse en círculo a la altura del pecho, lo suficientemente ambiguo como para que nunca quede del todo claro qué significa exactamente. Como sucedía en Japón pero sin imponencias de por medio, el ámbito rural se ve dotado aquí de alto valor dramático, poniendo al pequeño protagonista frente a un mundo al que deberá aprender a comprender y, finalmente, aceptar. No hay el menor maquillaje y ninguna inflación visual o colorística en el modo en que Lee Jeong-Hyang filma ese ámbito. Por el contrario, la realizadora aprovecha a pleno la sensorialidad del verano y los chubascos típicos de la zona para transmitir la difícil relación que Sang-Woo entabla con aquello que lo rodea.
Jeong-Hyang decidió además, con el mayor acierto, que quienes acompañen al pequeño protagonista (que venía de una experiencia anterior en televisión) sean gente del lugar, lo cual dota a ese mundo de una intransferible carga de autenticidad. Esta elección se hace particularmente provechosa en el caso de la anciana, una mujer tan de la zona que ni siquiera sabía, antes del rodaje, qué cosa era una película. Pequeña, apergaminada y torcida por la osteoporosis, no hay actriz sobre la tierra que pueda haber representado a esta anciana con mayor fidelidad que la señora Kim Eul-Boon, que no necesita de palabras para hacer que su abuela –sufrida, silenciosa y tenaz– quede grabada a fuego en la memoria del espectador.