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Un perro, un hombrecito y un elogio de lo solidario
La obra “Historia de un pequeño hombrecito”, dirigida por Hugo Alvarez, no teme abordar temas “serios”, desde una perspectiva crítica e irreverente que escapa a los clichés y resulta ideal para niños mayores de cuatro años.
Por Silvina Friera
El hombre está solo y espera. En la calle, en una plaza, a la intemperie, su fragilidad y su desamparo se tornan dolorosamente patéticos: nadie responde a sus gestos y mohínes, no hay espejo en el que se pueda mirar y reconocer. Tal vez por eso se aferra a su cepillo de dientes, a su sombrero negro, a su manta y otros objetos, como si sólo en ellos pudiera depositar su necesidad de afecto y comprensión. En Historia de un pequeño hombrecito, comedia dramática basada en un cuento de la escritora sueca Barbro Lindgren, que cuenta con la traducción, versión y dirección general de Hugo Alvarez, la marginalidad alude no sólo a una coyuntura económica y social sino que también integra lo que implica culturalmente “ser diferente”, en sociedades donde el otro siempre es mirado con desconfianza y prejuicio.
El hombrecito de esta historia apenas utiliza las palabras para comunicarse. Los días y las noches son tan monótonas y previsibles que la expectativa de que algo cambie constituye acaso su única esperanza de transformación. La intensidad dramática y humanista de este montaje del grupo Mascarazul convierte al trabajo colectivo en una apuesta estética arriesgada y comprometida con una corriente del teatro infantil que no le teme a los “grandes temas”.
En el momento de quiebre del hombre (interpretado por un Cachi Bratoz física y gestualmente emparentado al Larry de “Los tres chiflados”), con sus brazos balanceándose contra la nada y sus primeros gritos estrellándose contra las paredes, se manifiesta, en rigor, un imperativo categórico de la condición humana: ningún hombre puede vivir aislado y sin la aceptación de los demás. La identificación con ese personaje, que escribe en una pizarra “pequeño hombre busca amigo”, ejerce una atracción singular en los niños, que observan cada una de las rutinas del hombrecito con asombro e interés. Obra de pliegues y repliegues, de hondura gestual y de pocas palabras, apenas audibles, apenas perceptibles. La intervención de la relatora no sólo sirve para acotar el tiempo transcurrido. En estas escenas, la suspensión y el congelamiento de las acciones permiten radiografiar el alma del hombre, los sentimientos y emociones de alguien que lucha por ser aceptado. Cuando se produce el encuentro con un perro callejero, hambriento y proclive a levantar la pata cerca de los espectadores, el juego clownesco entre ambos tuerce el dramatismo inicial hacia un humor físico muy elocuente, en el que prevalecen las caídas, los tropiezos, resbalones y enredos de cuño payasesco, basados en la torpeza corporal del hombrecito, que viste un pantalón con tiradores y conserva un aire de distinción que contrasta con su marginalidad.
Con un número limitado de objetos escenográficos (baúl, escalera, balde y pizarra, entre otros), una iluminación que refuerza el sentido dramático o humorístico según las acciones y una música exquisita a cargo de Fabián Kesler, la reposición de Alvarez (la obra fue estrenada en 1999 en el IFT con otro elenco) conmueve desplegando un lirismo y una calidad poco frecuente en el teatro infantil. Este director, que vivió varios años en Suecia, montó desde que regresó a la Argentina, Nunca entregues tu corazón a una muñeca sueca, de Rodolfo Santana; La calesita rebelde, del uruguayo Mauricio Rosencraf, y Los hijos de Medea, de Suzanne Osten y Per Lysander. Comer, dormir, colgar el sombrero de un gancho y lavarse los dientes son las mismas rutinas que el hombre mantiene aunque ya no esté tan solo. El perro (interpretado con plasticidad clownesca por Sergio Lumbardini), un bribón que al principio sólo quiere comer y que ladra cuando el hombrecito se acerca para tocarlo, contribuye con su simpleza y desfachatez a revertir la soledad y el desamparo del hombrecito. No obstante, la amistad y el afecto que unen a estos dos seres parecen resquebrajarse con la aparición de un tercero en discordia: una chica dicharachera e inquieta (interpretada por Silvina Palacios) rompe la armonía entre el perro y el hombrecito y trastorna la vida de estos desamparados. Nuevamente, el fantasma de la soledad acecha al hombre que teme perder a su compañero.
A pesar del malentendido y el distanciamiento entre el perro y el hombre, la trama desemboca en el final feliz: ellos consiguen integrar a la niña y dejar atrás egoísmos y reproches propios de los celos y el miedo. Historia de un pequeño hombrecito, ideal para niños a partir de cuatro años, es una pieza que rehúye a los clichés de las obras infantiles porque elabora una poética audaz e irreverente, que se mete con temas como la marginalidad, la soledad y la fragilidad humana.